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lunes, 24 de mayo de 2021

¿Quién cegó a Pepe Ungidos?

Ungidos (derecha) en su combate contra Correa en 1961

Bailan enfrentados, con los puños enguantados cerca de sus caras. La música es el murmullo del público, con gritos de crítica o exaltación que salpican el ambiente cargado de humo de tabaco. El réferi revolotea cerca con pequeños saltos, como si quisiera participar en el baile. Unas veces se aparta con agilidad felina y otras se implica decidido a advertir o a separar a los púgiles. Los brazos se disparan como proyectiles hacia los rostros, mientras los cuerpos se balancean violentamente para evitar los golpes. Es difícil que alguno de ellos supere la defensa y el constante movimiento y llegue plenamente cargado hasta el rival. Es difícil, pero aquel día ocurrió. Pepe Ungidos no pudo esquivarlo.

Peleón en la escuela

José Ungidos Durán nació en la localidad cántabra de Torrelavega el primer día de diciembre de 1934. Era el sexto de los ocho hijos que tuvieron Virgilio y Consuelo, y de su niñez sabemos dos cosas que serían determinantes para su futuro. La primera es que no le gustaba la escuela y, acaso por ello, sabemos la segunda, que es que se peleaba a menudo con sus compañeros para desahogar un carácter inquieto y travieso.

Su primer empleo fue en la construcción, donde entabló amistad con Paquito García, un joven que practicaba el boxeo. Así que de vez en cuando Ungidos iba a verle pelear hasta que en una de las veladas faltó un púgil y su amigo le animó a que le sustituyera. Fue la primera vez que se subió a un ring. El combate fue nulo, pero aquella experiencia le abriría el apetito para continuar en este deporte.

Boxear no le resultó fácil. Su familia no quería que lo practicara y Ungidos tuvo que sortear los impedimentos que le puso su madre encerrándole en la habitación a partir de las siete de la tarde. Con ayuda de su hermano Eleuterio, que también boxeaba, se escapaba por la ventana con una cuerda para ir al gimnasio.

La carrera de Pepe Ungidos dio un gran paso cuando en 1957 acudió al Campeonato de España de Aficionados en Madrid y se alzó con el título de los pesos súper ligeros tras derrotar en la final en la plaza de Las Ventas al madrileño Martín. Su prestigio y su experiencia fueron aumentando y tras una estancia en las Palmas, se dio cuenta de que no tenía rivales en el campo amateur.

Su estancia en París

Su progreso deportivo maduraría con un viaje a París donde tomó contacto con púgiles de mayor categoría y prestigio internacional. En realidad, su labor era de ‘sparring’, manera de adquirir sensaciones moviéndose entre grandes campeones como Félix Chiocca, que había sido campeón de Europa. Pero el púgil que más le impresionó fue el norteamericano Davey S. Moore, que había participado en los Juegos Olímpicos de Helksinki (1952) y como profesional era uno de los favoritos para ser aspirante al campeonato del mundo del Peso Pluma. Nunca olvidó los golpes con aquel púgil.

El salto al profesionalismo

Aquella experiencia fue un tesoro para su salto al profesionalismo. A pesar de su escasa estatura, Ungidos tenía una compensada complexión física y una gama de golpes difíciles de contener, además de una pulida técnica y una planificada estrategia en sus combates. Quienes le vieron pelear recuerdan sus actuaciones llenas de entrega total y de una audacia y valentía que levantaban al público de los asientos.

En octubre de 1959, unos meses después de que Davey S. Moore ganara el título mundial del Peso Pluma, Ungidos se alzó con el título de campeón de España de los pesos welter frente a Ben Buker. Fue un combate que tuvo lugar en la plaza de toros de Santander y ante 15.000 personas, la mayor parte de Torrelavega. En aquel combate, Ungidos fue un huracán de golpes y derribó a su rival en un par de ocasiones, aunque ganaría a los puntos. 

Su forma de boxear comenzó a tener fama por sus apretadas y emocionantes peleas que despertaban interés y expectación entre el público, entre ellas las que mantuvo con Luis Folledo, con el título de campeón de España en juego. Fueron dos combates donde el intercambio de golpes era constante desde el primer asalto.

Su victoria agridulce

Con ese estilo tan bravo y personal, Ungidos viviría en El Malecón de Torrelavega el momento más agridulce de su carrera deportiva. Fue el 11 de junio de 1961 ante un público entregado. Se enfrentaba a Manuel Correa poniendo en juego el título de campeón de España de los pesos medios. El intercambio de golpes de ambos fue muy intenso en los dos primeros asaltos. Los brazos se disparaban como proyectiles y los cuerpos se balanceaban violentamente para evitar los golpes. Era difícil que alguno de ellos superara la defensa y el constante movimiento y llegara plenamente cargado hasta el rival. Pero en el segundo asalto, Correa conectó un golpe pleno y potente en el globo ocular derecho de Ungidos que pasó desapercibido, ya que Ungidos continuó buscando a su adversario derrochando su excelente preparación física. Pepe Ungidos ganó el combate y el título, pero la importancia de la lesión de su ojo se comprobaría posteriormente. El desprendimiento de retina le ocasionaría la pérdida de visión del ojo dañado, lo que provocaría su temprana retirada, en plenitud de forma, a los 26 años.

La muerte de Davey Moore

Dos años después, el 21 de marzo de 1963, Davey S. Moore saltó al ring contra Sugar Ramos para luchar por el título mundial del Peso Pluma. Ramos le golpeó haciéndole tambalear y le aporreó hasta que cayó, golpeándose la base del cuello con una de las cuerdas del cuadrilátero e hiriéndole en la nuca. El árbitro pararía el combate dando campeón a Ramos, pero Davey S. Moore cayó en coma cuando llegó al vestuario y murió horas después.

La canción de Bob Dylan

Ungidos conoció la fatal noticia cuando ya había perdido la visión de su ojo. Recordó los golpes de aquel boxeador en París y acaso escucharía la canción que Bob Dylan dedicó al desafortunado boxeador norteamericano titulada ‘Who killed Davey Moore’ (¿Quién mató a Davey Moore?). Nadie, o quizás todos, fuimos responsables de la muerte de Davey Moore y nadie, o quizás todos, fuimos responsables de cegar a Pepe Ungidos. 

viernes, 31 de enero de 2020

El triunfo mortal de Mirín Martínez

Mirín Martínez (derecha) se proclama campeón ante Echevarría
El destino de los dioses tiene caprichos inexplicables. Cuando alguien le propuso hacerse una foto cargando con cinco púgiles del gimnasio, a Casimiro Martínez Iñarra (Cos, 1944) se le otorgó el apodo del dios de la fuerza. ‘El Hércules de Cos’ le llamaron. Y con ese poderío se marcó el camino de su carrera deportiva. 

Es sábado, 12 de marzo de 1973. Cerca de su pueblo natal, donde aún se le venera como gran ídolo deportivo, Mirín Martínez está a punto de culminar su trayectoria como profesional. Formado y pulido en el gimnasio torrelaveguense de Pepe Ungidos y luego en Madrid con los entrenamientos del famoso Kid Tunero, Mirín se ha convertido en uno de los boxeadores más prometedores de los pesos pesados españoles. Ganó como aficionado el Campeonato de España en 1969 y 1970 y tras derrotar el 28 de octubre de 1972 al veterano Mariano Echevarría, en un combate celebrado en la bolera cubierta del Santiago Galas, en Ontoria, se convirtió en campeón de España profesional. Pero la reválida de un campeón se obtiene defendiendo el título, y ese día ha llegado con un rival temible, el navarro Lucio Urtasun. 

Su padre, el gran admirador

Todos están preocupados por el rival. En toda su carrera deportiva, Mirín jamás había perdido por K.O., hasta que en Bilbao, hacía unos meses, Urtasun le tumbó en la lona. El púgil de Urdiaín, con una pegada demoledora, inquietaba a Mirín y sobre todo a su padre, Casimiro Martínez Vélez, un ganadero de Cos y caminero de la Diputación Provincial que era el primer admirador de su hijo. Cuando sus labores se lo permitían, acudía a las veladas donde peleaba su hijo, hasta que al descubrirle una dolencia cardíaca, le aconsejaron que no presenciara más combates. Pero aquel sábado don Casimiro no va a perderse el combate de la defensa del título de su hijo que también se celebra en Ontoria. 

El combate

Como ocurrió el año anterior, el recinto deportivo estaba repleto. La llegada de los púgiles al ring estuvo ambientada por ruidosas exclamaciones. El campeón, Mirín, con una altura de 1,86 metros y 90 kilos de peso, se va a enfrentar a un aspirante de 102 kilos y una estatura bastante inferior. El combate se había pactado a doce asaltos y desde el comienzo, el púgil montañés plantea la pelea desde la precaución de vigilar el peligroso brazo derecho de su rival. La estrategia es moverse constantemente y bombardearle con la izquierda para rematar con la derecha. De esta manera, Mirín va sumando puntos en cada asalto. Su movilidad impide a Urtasun hacer valer su contundente pegada, y a medida que pasan los asaltos, el navarro se desespera buscando el golpe de fortuna, mientras que en el cuerpo a cuerpo, aprovecha para golpear antirreglamentariamente la nuca del cántabro. Al final, los jueces no dudan en dar la victoria a Mirín. Ganó once de los doce asaltos a los puntos. Cuando el árbitro catalán, Vicente Monrabal, levanta el brazo de ‘El Hércules de Cos’, su padre no puede evitar subir al ring para abrazar y felicitar a su hijo, junto con otros familiares y admiradores del campeón.

Las manos al pecho y la mueca de dolor

Pero de pronto, sumamente emocionado, don Casimiro se lleva las manos al pecho con una mueca de dolor y cae fulminado. Los brazos de Mirín amortiguan la caída. Enseguida se requiere la asistencia médica. Alguien se da cuenta de que no respira. José Luis Torcida, otro de los grandes boxeadores cántabros, intenta reanimarle con la respiración boca a boca y el masaje cardíaco. Pero don Casimiro no responde. Mientras los médicos intentan salvarle, el público se niega a salir del pabellón deportivo. Son minutos de enorme confusión, hasta que alguien comunica a Mirín que su padre ha fallecido. Aún con el torso desnudo y sudoroso, el gran triunfador de la noche se derrumba y no puede contener las lágrimas. Su rival, Urtasun, es uno de los primeros en acudir a consolarle con un abrazo. 

El refugio de las traineras y la tentación de Urtain

Desde aquel día, Mirín no quiso saber nada del boxeo. Se refugió en las traineras, formando parte de la tripulación de la ‘San José’ de Astillero, hasta que dos años después el famoso José Manuel Ibar ‘Urtain’ se cruzó en su camino como aspirante al campeonato que aún conservaba. La tentación de volver fue demasiado grande. El combate se subastó en 1975 por 1,6 millones de pesetas, la cifra más alta jamás pagada por un título nacional. Fue una lucha de titanes. Mirín logró tumbar a Urtain, pero con un entrenamiento orientado al remo, el cántabro fue ahogándose con el ritmo de los asaltos, hasta que el dios de la fuerza, el que soporta la carga de cinco hombres, no puede con el peso de la memoria de su padre muerto. Acaso por eso desfallece, abandona y convierte a Urtain en el nuevo campeón. Son los caprichos del destino de los dioses.

miércoles, 3 de julio de 2019

El conde de Villalobos, el primer gimnasta español


En el picadero de aquella antigua escuela de equitación, convertida en pista circense, aquel joven rodeado de un público expectante se mueve con la gracia de la perfección. Ha subido a una mesa donde se encuentra una silla de cuatro patas que descansa frágil y vulnerable sobre tres botellas de vidrio. Con una minuciosidad científica, ha subido a la silla y luego ha conseguido sostenerse de pie sobre el delgado filo superior del respaldo. Su ejercicio es un reto a la gravedad que asume con cierta arrogancia, metiendo las manos en los bolsillos y doblando ligeramente una de las rodillas como desdeñando su proeza. Parece un gesto surgido de un temperamento especial. Y así es. El funambulista es nada menos que un noble, don Francisco Aguilera Becerril (Madrid, 1817-1867), conde de Villalobos, que ha roto las convencionales normas de su clase social para abrir un nuevo camino de la gimnasia en España. Cuando termina su actuación recibe los aplausos de una de las primeras exhibiciones del Instituto de Gimnástica, Equitación y Esgrima de Madrid, el primer gimnasio de la capital que el mismo Aguilera impulsó en 1841 con otros socios. Pero en realidad esas exhibiciones sólo son un señuelo para una empresa mucho más ambiciosa. 

Un libro que hace justicia

Recuperar el protagonismo de personajes injustamente olvidados, rescatando sus logros y elevándolos al exacto nivel de sus méritos es una de las satisfacciones que pueden disfrutar los profesores del INEF de Madrid, Ángel Mayoral González y Manuel Hernández Vázquez gracias a su trabajo sobre Francisco Aguilera condensado en el libro ‘El conde Villalobos. Los orígenes de la gimnasia en España’ (2018), descubriéndole como figura clave de la historia de la educación física en España. 

Aguilera, un joven dotado de habilidades físicas y de un gran espíritu de superación, escandalizó a la nobleza cuando quería dedicarse al toreo, aunque finalmente practicaría el funambulismo como único medio en su época para introducirse en el campo de la gimnasia. 

Con un profundo sentido patriótico, la vida de Francisco Aguilera se convirtió en un constante empeño por concienciar a la sociedad de los beneficios de la gimnasia. Tuvo estrechos contactos con Francisco Amorós, el creador de la escuela gimnástica francesa, aunque siempre manteniendo la independencia de sus propios criterios. Estudiaría diversas disciplinas como autodidacta e inventaría su propio método basado en la observación, experimentación y un profundo estudio de la anatomía. 

Pionero de la educación física en España

Fue el primero que propuso la creación de una escuela para formar profesores de educación física (1844) y fue asesor, promotor y creador de varios gimnasios públicos y privados. Siendo concejal del Ayuntamiento de Madrid (1850-1865) promovió los gimnasios municipales e incluso diseñó treinta y tres aparatos gimnásticos. 

En 1863 recibió el encargo de la planificación y la gestión de los gimnasios reales en Aranjuez, La Granja y Madrid para la instrucción de los hijos de Isabel II y Francisco de Asís, el Príncipe de Asturias, el futuro Alfonso XII, y la Infanta Isabel, para lo que redactó un programa de instrucción gimnástica con una descripción de ejercicios y orientaciones metodológicas. 

Inventor de aparatos gimnásticos

Algunos aparatos gimnásticos de su invención fueron presentados en el pabellón español de la IV Exposición Universal de París de 1867. Acaso entregado con demasiada intensidad a las gestiones de aquella exposición, la salud de Aguilera no pudo resistir el derroche de tanta energía y tesón por difundir los beneficios de la gimnasia y moriría en su casa de Madrid el 1 de julio de ese año de “congestión cerebral”, sin haber podido recoger la medalla de bronce que la organización de la Expo le concedería. 

Mayoral y Hernández Vázquez señalan en su obra sobre Aguilera que “de esa entrega inefable en pro del establecimiento y desarrollo de la gimnasia en la sociedad española no se encuentra réplica, ni antes ni después, en la historiografía de la actividad física voluntaria”, acaso porque su generosa dedicación, igual que sus ejercicios de equilibrio sobre el respaldo de las sillas, también fueron un reto a la ley de la gravedad social de una época que nos ayudó a superar por medio de la educación física.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

El 'pitcher' cántabro del 'no hit no run'

Sopesando su textura, ha llevado la pelota a su pecho mientras con la otra mano la esconde con el guante. Mira fijamente a su rival, como retándole a un duelo. Luego se sitúa de perfil y eleva la rodilla izquierda mientras su brazo derecho, catapulta de músculos, comienza a prolongarse para ejecutar un latigazo que despide la pelota como un proyectil. Pero su trayectoria no es recta. La yema de los dedos, en su último contacto, ha acariciado la bola para llenarla de dudas en su destino. Por eso tiembla, desciende abatida hacia fuera de la zona de ‘strike’ y luego se repone curvada para entrar desconcertante, entre los hombros y las rodillas del bateador, hasta el guante del ‘catcher’. 


-¡Strike tres! –grita con el brazo estirado el árbitro principal. 


Como impulsados por un resorte, los jugadores han saltado al centro del diamante del estadio Latinoamericano de La Habana, donde ‘Papo’ Liaño, lanzador de Los Industriales, observa emocionado cómo los primeros en felicitarle son los del equipo rival, los de Pinar del Río, que han caído derrotados 8 x 0. Muy pronto se encuentra rodeado por una nube de jugadores que pronuncian con admiración la jugada maestra que acaban de presenciar: ‘no hit no run’ (cero hit y cero carrera), con Liaño superando todos los ‘innings’ sin permitir ‘hits’ (llegadas a primera base por bateo y sin errores defensivos) ni carreras a ninguno de los 28 bateadores que han sufrido sus lanzamientos. Aquel ‘no hit no run’ se produjo el martes, 4 de febrero de 1969. ‘Papo’ fue el quinto jugador de Cuba que lo consiguió en la categoría amateur, y hubiera sido ‘juego perfecto’ (desenlace idílico de todo lanzador de pelota) si a su primera base, Santiago Scott, no se le hubiera escapado la bola permitiendo a un pinareño posarse en primera por el error. 

Ambiente propicio en torno al Ferroviario

Andrés Liaño Castelo, nacido en La Habana el 4 de agosto de 1940, era hijo único del cántabro Saturnino Liaño de la Sota, natural de Oruña de Piélagos que emigró a Cuba, donde montó un taller de confección y una fábrica de cortinas venecianas, casándose con la cubana Carmen Castelo Serpa. Vivían al lado de la sede del Club Ferroviario, histórico equipo cubano de pelota, en el municipio 10 de octubre, donde había unas instalaciones deportivas que el joven Andrés comenzó a frecuentar y en donde también destacaba como tenista. Su padre era delegado del club de Los Industriales y no fue difícil que ‘Papo’ se aficionara al deporte nacional de Cuba, iniciándose con 13 años en la Liga Intercolegial cuando estudiaba en el colegio de Los Maristas. 


En 1957 se incorporó al Club Ferroviario y luego al CMQ TV, sobresaliendo como lanzador o ‘pitcher’. En 1960, con la Universidad de La Habana, ya era considerado como uno de los mejores lanzadores del campeonato. En 1961 se proclama campeón con la Universidad y en la temporada 1965-66 debutó con Los Industriales, el equipo más importante de Cuba, con el que sería campeón esa campaña, alternando después uniformes con Los Occidentales (1966-67) y la Habana (1967-68 y 1969-70), con los que conseguiría nuevamente el título en 1968. 


Tentado por los Piratas de Pittsburgh

Aunque estuvo tentado por los Piratas de Pittsburgh para jugar en las Grandes Ligas de los Estados Unidos, ‘Papo’ prefirió quedarse en Cuba por el apego familiar, ya que como hijo único no quiso dejar solos a sus padres. En 1968 debutó con la selección nacional de Cuba en amistosos disputados en Italia que sirvieron de preparación para el Preolímpico de México, donde competiría contra los equipos de EEUU, México y Puerto Rico, proclamándose mejor lanzador del torneo que ganarían los estadounidenses. 


El pulgar reventado

Actuando como bateador, ‘Papo’ recibió un pelotazo que le reventó el pulgar de su mano derecha, lesión que disminuiría su eficacia como lanzador y que a la postre le invitaría a retirarse, pasando a ser en los años ochenta jefe de la delegación cubana de softball que competiría en Italia, Holanda y Nicaragua. Su carisma como gran jugador de béisbol le abriría las puertas para ser jefe de Deporte Escolar del Instituto Nacional de Deporte, Cultura Física y Recreación, jefe de Promoción Deportiva y jefe de Protocolo del Gobierno de La Habana. A pesar de su jubilación, se le ha requerido para ser asesor del director provincial de Deporte de La Habana, función que desarrolla en la actualidad. 


La fama de ‘Papo’ aún es reconocida en la actualidad por las calles de La Habana, donde ejerce de cántabro al presidir la histórica Sociedad Montañesa de Beneficencia. Ésa es su permanente vinculación con Cantabria, junto a los recuerdos de su padre y las visitas que realiza periódicamente para ver en Torrelavega a Andrés y a Luis Miguel, hermanos orgullosos de ser hijos del ‘pitcher’ cántabro del ‘no hit, no run’.

jueves, 1 de febrero de 2018

Las grandes chicas del voleibol

Bajitas, niñas, aparentemente insignificantes, aquellas jugadoras de una localidad de provincia que nadie había oído nombrar, se plantaron tres y tres en el pabellón deportivo del C.P.A.R. Cornellá de Barcelona. Las catalanas, mujeres por encima de los 180 centímetros de altura, eran conscientes de su superioridad. Se intercambiaban miradas y sonrisas compasivas, como si sus rivales fueran parte de un aperitivo que había que masticar entre bromas. Hasta que el balón comenzó a pasar por encima de la red.

¿Mosquitas muertas?

Vaya sorpresa con aquellas chiquillas. No eran mosquitas muertas. Luchaban como leonas protegiendo sus crías. No daban un balón por perdido. Se animaban entre ellas cuando perdían el punto con el mismo vigor y entusiasmo que cuando lo ganaban, y las jugadoras de Cornellá tuvieron que ponerse serias para ganar los dos primeros sets donde se impusieron con cierta dificultad. El tercero fue otra cosa. Las cántabras parecían desfallecidas y se derrumbaron con un 13-4 en el marcador que parecía poner fin a la buena impresión que habían dado ante las favoritas, sobre todo si tenemos en cuenta que, en aquel entonces, se conseguía el set con 15 puntos. Pero las de Torrelavega guardaban su más preciada virtud, el secreto que emergía en los malos momentos como un volcán en el océano creando islas de esperanza. En el tiempo muerto, abrazadas y agrupadas cara a cara, Cristina, Teresa, Pilar, Mar, Lola, Carmen, Blanca, Belén, María José y Ángela, compartieron aliento y sudor para convocar la fe en la fuerza y la cohesión del equipo.

La remontada

Recibir, colocar, saltar y rematar, saltar y bloquear… Las jugadoras catalanas comprobaron que sus rivales no eran bajitas, ni niñas, ni aparentemente insignificantes, ni de una localidad de provincia de la que nadie había oído nombrar. Eran piezas de una maquinaria perfectamente coordinada para recibir, colocar, saltar y rematar, saltar y bloquear… Las inmediaciones de la red eran su territorio. Cuando María José Hernando acariciaba con sus dedos el balón, Teresa Hernando y Cristina Sánchez se alzaban poderosas para ejecutar remates sonoros, impecables, que doblaban las manos de los bloqueos o atizaban el campo ajeno sin piedad. No había defensa posible para aquel aluvión de ataques que remontaron el partido. Aquel día el C. D. Sniace de voleibol se alzó con el triunfo por 2-3, y las jugadoras de Cornellá no olvidarían dónde estaba aquella localidad de provincia que ahora se pronunciaba con respeto: To-rre-la-ve-ga.

Los comienzos

Todo empezó en el Instituto Marqués de Santillana, alrededor de la profesora de Educación Física, Emilia Fuentevilla, que desde 1966 fue reuniendo a las jóvenes en torno al balonvolea. Pocos años después, no sólo se modelaron excepcionales deportistas. También se formó un grupo de amigas fieles, inseparables, peleonas, sacrificadas, enamoradas del voleibol y obstinadas con el triunfo. Con Quinichi (Joaquín Díaz Rodríguez), fueron las primeras que, con una red de pescadores sostenida por palos, practicaron el volei-playa en la Concha de Suances. Hacían la pretemporada en Alto Campoo, en el refugio que Solvay les cedía para la ocasión. Se autoimponían multas de un duro por saque fallado para un fondo común y en los largos viajes en autobús, el equipo se iba haciendo más sólido e irrompible, entre partidas de cartas, juegos de parchís y bocadillos donde el pan envuelve el alimento más sano: la alegría y el compañerismo.

El primer campeonato

En 1970, el Instituto Marqués de Santillana ganó su primer Campeonato Provincial y en 1971 ya era equipo de la Segunda División. En 1974, con Quinichi de entrenador, disputó en el pabellón de Polanco su primera fase de ascenso, aunque sin éxito. Al año siguiente, con José Alejandro del Río, consiguieron el objetivo del ascenso en Valencia. Fue la alegría más grande del equipo escolar. Pero la Primera División suponía unos gastos más elevados que el instituto no podía hacer frente. Fue cuando se pidió ayuda al director deportivo de Sniace, Antonio Egusquiza, que integró al equipo en la protección de la empresa. 

No parecían novatas en aquella máxima categoría del voleibol. En la primera temporada entre los grandes, las chicas de Sniace quedaron en tercer lugar y llegaron a disputar la final de la Copa que perdieron en Huesca contra el Medina de Madrid. En su segunda temporada (1976-77) consiguieron el subcampeonato liguero y volvieron a disputar la final de Copa, cayendo derrotadas de nuevo por el potente equipo madrileño. El grupo seguía madurando en los entrenamientos, pero también en los viajes más largos y las aventuras en el autobús. La convivencia hizo más fuertes a aquellas jugadoras entre partidas de cartas, juegos de parchís y bocadillos donde el pan envuelve el alimento más sano: la alegría y el compañerismo. Algún día tendrían que ser invencibles.

Campeonas de Liga

En la temporada 1978-79, el C. D. Sniace de Torrelavega se convirtió en el primer equipo de Cantabria en ganar un campeonato de Liga de carácter nacional en su máxima categoría. El éxito se acompañó con la victoria en la Copa de la Reina que en esta ocasión se disputó en Burgos. Sólo perdieron un partido en toda la temporada. Aquellas leonas siguieron haciendo historia meses después. El 1 de noviembre de 1979, jugaron en Torrelavega el primer partido de la Copa de Europa contra el Leixoes de Portugal. El pabellón se quedó pequeño ante la expectación que había levantado aquel partido. Tantas personas acudieron, que la cancha se humedeció por el vaho de la respiración, provocando que algunas jugadoras se resbalaran. El C. D. Sniace alineó a su equipo de gala: Pili, Belén, Cristina, Lola, María José y Teresa. Las cántabras ganaron 3-1 (15-6, 12-15, 15-8 y 15-7) y en Oporto perdieron por el mismo resultado, pasando a la siguiente fase por el ‘set-average’. El siguiente rival fue el Panatinaikos griego, que también fue eliminado por las cántabras. Finalmente cayeron ante el Eczasibasi de Estambul en los cuartos de final. Aquella irrepetible etapa deportiva aún dejaría la brillantez de la siguiente temporada, donde obtuvieron el subcampeonato de Liga y una segunda victoria en la Copa de la Reina, cuya fase final se disputó en Bilbao, lo que les abriría las puertas a Europa para disputar la Recopa.

Siempre unidas

Más de treinta años después, las grandes chicas del voleibol continúan unidas. Todos los años se encuentran el 28 de diciembre en un restaurante de Torrelavega para recordar sus triunfos, los viajes y aventuras en el autobús, las partidas de cartas, los juegos de parchís y los bocadillos donde el pan envuelve el alimento más sano: la alegría y el compañerismo. Ése fue su verdadero éxito que aún permanece, porque siguen formando un equipo excepcional.

sábado, 20 de enero de 2018

El gol de una poetisa

Ana María Cagigal posa de pie a la derecha
Eran tiempos nuevos. La modernidad se apoderó del aire. La II República sopló los ambientes de Santander y el Palacio de la Magdalena dejó de ser residencia de reyes, príncipes e infantes para convertirse en sede de la Universidad Internacional de Verano. La política pedagógica y cultural de la República invadió las habitaciones de Alfonso XIII para dar cabida a estudiantes en torno a cursos, seminarios, conferencias y reuniones científicas, abriéndose a los jóvenes del extranjero. Fue una experiencia novedosa en la educación que también aprovecharían las mujeres.

Hockey femenino en La Magdalena

No era muy habitual que en aquel año de 1933 se viera jugar a nadie al hockey sobre hierba. Pero más extraño resultaba si el partido enfrentaba a dos equipos femeninos. Por eso hubo un buen puñado de espectadores en torno al campo de polo del palacio de la Magdalena.

La portera se llamaba América Oraz, y era una de las estudiantes de los cursos de verano. Se había improvisado un equipo que se presentó como selección de la Universidad Internacional. Ella y su hermana, Blanca Rosa Oraz, ya conocían el juego, como la mayor parte del resto del equipo, donde también había extranjeras, como la señorita Thomson o la señorita Huges. Las dos hermanas se habían llevado a Santander un juego de ‘sticks’ para entretener los ratos de ocio de aquel verano, y el lunes, 21 de agosto, se acordó disputar un partido contra un equipo femenino que había en Santander, el Magdalena.

La jugada del gol

Aunque se llevaban varios minutos de juego, ninguno de los dos equipos había podido marcar un gol. Pero en los minutos finales, cuando el sol y el cansancio pesaban en las largas faldas de las jugadoras, la cántabra Rosarito Losada, jugadora del Magdalena, se escapó por la banda controlando la pelota con la superficie plana de su stick y lanzó un pase perfecto a su compañera, Ana María Cagigal, que en carrera, remató con su palo el único gol del partido. América Oraz recogió lentamente la pelota dentro de su portería mientras las santanderinas felicitaban a Cagigal. Muy poca gente pudo ver aquel gol, pero significó un triunfo colectivo que daría mucho que hablar, porque aquellas jóvenes de Santander demostraron que no eran tan provincianas. Se llamaban Marita Sanz de Aja, Luisa Illera, Teresa Mora, Anita Bodega, Mercedes Sáinz de Aja, Pilar Mora, Rosario Losada, Rosario Pombo, Ana María Cagigal, Carmen Mora y Carmen Guzmán.

Modernas y deportivas

Las chicas de la Universidad de Verano eran modernas y deportivas. Nadie lo discutía. Pero en Santander también había un nutrido grupo de jóvenes inquietas, sin complejos, dispuestas a codearse con las veraneantes. Y una de esas chicas era Ana María Cagigal Casanueva (Santander 1900-2001), acaso la escritora más longeva de Cantabria que se lanzó al mundo de la poesía poco tiempo después de aquel gol en el campo de polo. Publicó sus primeros versos en 1935, cuando comenzó a trabajar como redactora en ‘La Voz de Cantabria’.

Defensora de los derechos de la mujer

Fue una celebrada conferenciante en defensa de la cultura para las clases humildes y de los derechos de la mujer, reivindicando de una manera tenaz el derecho al voto. Después de la guerra trasladó su residencia a Barcelona por motivos de trabajo, ciudad en la que permaneció durante cuarenta años. Además de los artículos publicados en la prensa de Santander y de Barcelona, su obra se completa con su única novela, ‘Leña húmeda” (1946) y la antología ‘Amor de mar y otros trabajos’ (2000). Con motivo de su fallecimiento, se publicó una antología de jóvenes poetisas de Cantabria con el título ‘En homenaje a Ana María Cagigal’ y en mayo de 2001 se bautizó en Santander con su nombre una de sus calles, aunque mayor evocación de esta poetisa será el rodar de una bola de hockey entrando en la portería del campo de La Magdalena, el gol de una poetisa comprometida con la defensa de los derechos de la mujer.


miércoles, 23 de agosto de 2017

Urtain y el desplome de la grandiosidad

Caer es sucumbir en el combate contra la gravedad, dejarse llevar por esa fuerza misteriosa que nos ata a la tierra y reconocer nuestra naturaleza de dioses expulsados de un cielo que nunca conquistamos, aunque hubo alguien que casi lo logró, a puñetazo limpio.

Nacido en la localidad guipuzcoana de Aizarnazabal el 14 de mayo de 1943, José Manuel Ibar Azpiazu se crio en el caserío Urtain, de donde adquirió el apodo con el que se hizo célebre. Era un chaval rebelde que a los 11 años se escapó del internado de los Jesuitas de Tudela, así que en vez de estudiar prefirió trabajar en diversos oficios pero practicando varias modalidades de deporte rural. Gracias a su enorme fortaleza física se hizo famoso como cortador de troncos y levantador de piedras, llegando a alzar bloques de 250 kilos y batiendo el récord de levantamiento de piedra de 100 kilos en nada menos que 192 veces.

Tosco y sin técnica

Cuando el empresario donostiarra José Lizarazu le conoció, quedó impresionado por su fuerza descomunal y le propuso dedicarse al boxeo. Aquello cambiaría su vida. Era tosco, sin técnica, pero sus brazos eran armas de destrucción masiva. Su primer rival le duró 17 segundos y el resto eran retirados del ring en camilla o conmocionados. Combate a combate, su nombre empezó a sonar acompañado de un marketing de éxito apoyado por los medios de comunicación, aunque también se rumoreaba que sus peleas estaban amañadas. Pero entre tantos detractores, surgían cada vez más los admiradores de su fortaleza que en los años setenta le convertirían en un fenómeno de masas.

La culminación

La culminación de todo el proceso llegaría dos años después de su primer combate. El cuadrado de lona rodeado por doce cuerdas se ubicó en el Palacio de los Deportes de Madrid. Era la noche del 3 de abril de 1970. Allí había llegado, en olor de multitudes y con la contundente trayectoria de 27 combates y 27 victorias por K.O. el invencible y contundente boxeador guipuzcoano que con algo más de 84 kilos estaba dispuesto a conquistar el título de campeón de Europa de los pesos pesados. Su rival era el alemán Peter Weiland. El país se paralizó por aquel combate. Dicen que algunas entradas de la primera fila se vendieron a 50.000 pesetas, cuando el salario medio en aquel entonces era aproximadamente de 20.000. Cuando sonó la campana, las puertas del cielo se abrieron para mostrar su umbral y las voces de miles de espectadores: “¡Ur-tain!, ¡Ur-tain!, ¡Ur-tain!”.

El combate por el título

Todo marchaba muy bien para Urtain que sin embargo no era capaz de dosificar el esfuerzo y se desgastaba poco a poco en la potencia de unos golpes que no siempre llegaban a su destino. Por su parte, el alemán encajaba bien y parecía que estaba esperando la oportunidad del cansancio de su rival. El ritmo de Urtain desfallecía con el paso de los asaltos. En el cuarto, ambos recurrieron a la confusión de los abrazos del cuerpo a cuerpo para tomar respiro, y en el quinto, Weiland pegó en corto son su izquierda, Urtain no pudo esquivar, agachó la cabeza y recibió un castigo que le apagó su movilidad. Acostumbrado a terminar las peleas demasiado pronto, flotaba en el ambiente la duda de si el español podría aguantar más. Pero en el séptimo, acaso consciente de la situación, Urtain echó el resto de su energía, atacó duro con ambos puños, envió a Weiland contra las cuerdas y sus golpes le hicieron doblar la rodilla y tambalearse. Cuando el árbitro terminó la cuenta y declaró ‘Knock-out’, Urtain brincó de alegría porque ya era el nuevo campeón continental.


El declive

Pero Urtain no pudo entrar en el cielo. Perdió el título poco después en Wembley frente al británico Henry Cooper, y aunque lo recuperó posteriormente, su declive ya había empezado. Con un palmarés de 68 combates, con 53 victorias (41 de ellas por K.O.), 11 derrotas y 4 nulos, la gravedad del éxito mal gestionado le arrastraría a una ruina que no pudo encajar. Derrochador, mujeriego, bebedor... Probó con la lucha libre y varios negocios que le sumieron en el fracaso. Agobiado por los acreedores, los amigos le dieron la espalda y su esposa (la segunda) le abandonaría llevándose a sus hijos. Cuando la casera de su piso de la calle Fermín Caballero de Madrid vino a pedirle las llaves para echarle, José Manuel Ibar Azpiazu se dejó llevar por esa fuerza misteriosa que nos ata a la tierra. Fue su último combate y se lanzó al vació desde el décimo piso. Fue el 21 de julio de 1992. Dicen que con Urtain también quedó aplastada la edad de oro del boxeo español y que desde entonces nadie entrará en el cielo a puñetazo limpio.

jueves, 20 de julio de 2017

Los saltos del primer oro olímpico


Le llamaban ‘El Pájaro’, por su ligereza y delgadez. Y realmente parecía volar cuando montaba a lomos de su yegua ‘Revestida’. Juntos formaban una simbiosis armónica que a primera vista evocaba la imagen del centauro. Salto tras salto, desde la tribuna principal del estadio, la reina Guillermina de Holanda pudo comprobarlo aquel día, el 12 de agosto de 1928, durante la jornada de clausura de los Juegos Olímpicos de Ámsterdam. El jinete español se fundió en el espíritu de su montura y se elevó sobre el resto de sus competidores. Tras superar los dieciséis obstáculos del recorrido, y sin dejar de cabalgar, se inclinó sobre el cuello del animal para felicitarle al oído entre ráfagas de alegres resoplidos.

Un sexto sentido

Julio García Fernández de los Ríos (Reinosa, 1894-Madrid, 1969) siempre tuvo un sexto sentido para conectar con los caballos. Era hijo de un coronel de ingenieros, así que la carrera militar fue un destino casi inevitable, aunque su afición le orientaría hacia la Academia de Caballería. Allí pudo desarrollar su vocación y con el grado de teniente ganó la Copa del Rey en 1917, su primera victoria importante que le abriría un escenario de éxitos. Tras la guerra de África, se incorporó como capitán a la Escuela de Equitación, por donde pasaban los mejores jinetes del país, siendo uno de sus profesores y participando en concursos nacionales e internacionales. Tenía una especial preferencia por las yeguas y ‘Revestida’ era su favorita. Con ella obtuvo importantes triunfos, como el Gran Premio de Lisboa o la Copa del Ejército Polaco que consiguió en Niza. Era un animal noble y potente que Julio decidió incorporar al enorme reto que suponía la participación española en los Juegos Olímpicos.

Cuarenta y seis jinetes de dieciséis países

En las pruebas hípicas de Ámsterdam participaron cuarenta y seis jinetes en representación de dieciséis países. El equipo español estaba compuesto por tres capitanes: José Álvarez de Bohorques (marqués de Trujillos), José Navarro Morenés (conde de Casa Loja) y el cántabro Julio García Fernández de los Ríos. Los favoritos eran los suecos, que habían ganado en los Juegos de Estocolmo (1912), Amberes (1920) y París (1924), y efectivamente, antes de que los españoles salieran a la pista, los suecos mandaban en la clasificación con diez puntos de penalización. Nadie había pensado en las posibilidades de medalla de los españoles, hasta que Álvarez de Bohorques, con el caballo ‘Zalamero’, terminó el recorrido con una sola falta, un derribo de pies en una doble barra que le restó dos puntos. Navarro Morenés, con ‘Zapatazo’, salió en segundo lugar y completó un recorrido limpio, de tal manera que el jinete cántabro, con su potente yegua, se quedó sosteniendo todo el peso de la responsabilidad. Pero Julio, competidor nato, hábil, seguro de sí mismo y de las posibilidades de su entendimiento con ‘Revestida’, sólo cometió una falta con dos puntos de penalización, sumando cuatro y por lo tanto situando a su equipo en primera posición. Con la medalla asegurada, hubo que esperar al recorrido de los tres jinetes de Polonia para conocer qué metal correspondería a la representación española. A falta de la actuación del tercer jinete, los polacos sólo tenían dos puntos de penalización, pero en el último salto, un fallo les hizo sumar seis puntos más y el equipo español logró el oro, el primero de su historia olímpica. Los miembros de la expedición española no pudieron resistir el impulso y saltaron a la pista para abrazarse con los ganadores.

General y presidente de la Federación Hípica Española

La proclamación de la República y la guerra interrumpieron la vida deportiva de García Fernández de los Ríos, pero sólo durante algunos años, ya que regresó a la Escuela de Equitación en 1939 y recuperó su participación en concursos hasta su retirada en 1947. En 1958, tras ser ascendido a general de división, fue designado presidente de la Federación Hípica Española.

Le llamaban ‘El Pájaro’, por su ligereza y delgadez. Y realmente parecía volar cuando montaba a lomos de sus caballos, con los que practicó doma, polo, enganche, salto y carreras, siempre formando una simbiosis armónica que a primera vista evocaba la imagen del centauro. El deporte español había entrado en la puerta dorada del Olimpismo gracias a aquel jinete de Reinosa que se había fundido en el espíritu de su montura, elevándose sobre el resto de sus competidores y mostrando una especial gratitud y reconocimiento a su yegua, ‘Revestida’. Por eso, tras superar los dieciséis obstáculos del recorrido, y sin dejar de cabalgar, se inclinó sobre el cuello del animal para felicitarle al oído entre ráfagas de alegres resoplidos, compartiendo con ella la primera medalla de oro del deporte español y la primera medalla de oro de un deportista cántabro.

sábado, 3 de junio de 2017

La rebelión contra la polio de Joaquín Cabrero

La expresión del rostro lucha por disimular la terrible tensión que soporta todo su cuerpo. La fuerza parece que ha dejado de ser una magnitud física para convertirse en una lucha interna y vital de todos los músculos del organismo. Es un empuje máximo, un esfuerzo supremo sin movimiento que amenaza con el estallido de las articulaciones. Como siempre, la clave está en dominar el pensamiento, doblegar las muecas de dolor y trasmitir una serenidad que se conquista día a día peleando contra la tiranía del sufrimiento.


Un futbolista condenado a la silla de ruedas

¿Dolor, sufrimiento, serenidad? Pocos deportistas conocen tan a fondo esos conceptos como Joaquín Cabrero García (San Felices de Buelna, 1954), extremo derecho infantil e ilusionado del C. D. Toranzo que soñaba con ser futbolista, hasta que una poliomielitis le amenazó con sentarse en una silla de ruedas para siempre. Rufino, el cartero que había llegado en bicicleta hasta la casa familiar del barrio de Tarriba, en San Felices, trajo aquella maldita carta procedente de un afamado médico de Madrid. Carmen, su madre, no se atrevió a abrirla hasta que no llegó a casa Maximino, el hermano mayor. Joaquín ya había sufrido cinco operaciones sin éxito, y el diagnóstico de aquel médico era la última esperanza. Pero las lágrimas ahogaron la lectura, porque la carta hablaba de una inevitable destrucción de las neuronas motoras y de una progresiva debilidad y atrofia muscular que le impedirían andar para siempre, proponiendo la silla de ruedas como alternativa a males mayores. Sin embargo, en aquella casa de humildes ganaderos, nunca habitó la resignación.

La fuerza de la voluntad y el cirujano equivocado

Quizá fue el mismo dolor lo que causó tanta enérgica perseverancia en la voluntad de aquel joven. Las cachavas, las muletas y el andador fueron dejando paso a botes de conserva llenos de hormigón, tubulares de bicicletas y piezas de chatarra que transformaron una cuadra en un modesto gimnasio donde la artesanía y la creatividad guiaron los ejercicios. Y la progresiva debilidad se detuvo, las neuronas fueron despertando a la llamada del movimiento y la atrofia muscular sólo fue una equivocada suposición.

La lucha fue titánica, espoleada por la satisfacción de contradecir a la ciencia. Cinco años después, tuvo la osadía de presentarse a un campeonato de Míster Costa del Cantábrico en una discoteca de Puente Viesgo, lo que le valió ser invitado a un campeonato de levantamiento de pesas en Marbella. Allí obtuvo el segundo puesto, y al regresar a Cantabria no resistió la tentación de pararse en Madrid para visitar al famoso cirujano. Esperó horas en su consulta hasta que le abordó a la salida. Llevaba el trofeo del segundo premio en una mano y la carta del diagnóstico en la otra. Fue su primera gran victoria que se repetiría en 1992, cuando el deterioro de las vértebras agravó la situación de dolor y de movilidad y los neurocirujanos de Valdecilla le aconsejaron que dejara el deporte.

Otra cruzada personal

Pero Joaquín se encerró en su gimnasio para comenzar otra cruzada personal. No importó que le advirtieran seriamente de que podría quedar paralítico. En 1994 acudió al Campeonato de España, logrando la clasificación para el Mundial de Culturismo de Sevilla que se celebraría al año siguiente. También participaría en los Mundiales de Bratislava, donde quedó en sexta posición, y en el de Moscú. 

La expresión del rostro de Joaquín Cabrero sigue luchando por disimular la terrible tensión que soporta todo su cuerpo. La fuerza parece que ha dejado de ser una magnitud física para convertirse en una lucha interna y vital de todos los músculos del organismo. Fue campeón de España en 1979 y 1985, y en 2014 logró la medalla de plata en el Campeonato del Mundo de Sapri (Italia) en la categoría máster de 49 años. Pero el físico culturista más importante que ha tenido Cantabria en toda su historia mantiene como trofeos más valiosos de su trayectoria deportiva los diagnósticos médicos que supo derrotar con una voluntad excepcional. 

Rechaza el exhibicionismo de playa que tanto abunda entre los concursos de míster y sin abandonar su calvario personal de dolores constantes, a sus más de sesenta años sigue defendiendo el ejercicio físico como la medicina más valiosa para la salud y el bienestar. Como siempre, la clave está en dominar el pensamiento, doblegar las muecas de dolor y trasmitir una serenidad que se conquista día a día peleando con la tiranía del sufrimiento.

jueves, 27 de abril de 2017

Un campeón de raza para el boxeo

Viste un traje amplio y de tonos claros. Sobresale entre todos los pasajeros del barco por el color de su piel, pero también por su talla y por su envergadura. Cuando observa la multitud de curiosos que se han acercado a recibirle, su boca se abre para sonreír descubriendo una dentadura blanquísima y un alma infantil. Es el 3 de mayo de 1915 cuando Jack Johnson, ‘El Gigante de Galveston’, desembarca del Trasatlántico ‘Reina Cristina’, procedente de Cuba, y pisa por primera vez los muelles de Santander.

La expectación que ha despertado en la ciudad es enorme. Todos cuentan historias de sus hazañas mientras se le colma de atenciones. Le muestran Liérganes y Solares e incluso Juan Pombo le deja su automóvil para que disfrute apretando el acelerador por la recta de Heras. Abrumado de atenciones, no puede negarse a complacer los deseos de tanto admirador a los que muestra su técnica, su valor, sus manos enguantadas y su torso desnudo mientras pega puñetazos al aire. Es el boxeador más importante de la época y el primer hombre de color en obtener el título mundial de los pesos pesados.

Familia de esclavos

De una familia de esclavos, Jack Johnson nació quince años después de que en su país se aboliera la esclavitud. Arraigado en la pobreza, viajero en trenes de mercancías y arrestado por vagabundear por las ciudades, de niño trabajó en variados y dispares oficios, entre ellos cuidador de caballos y pescador de corales. Pero en estas dos profesiones recibiría golpes más contundentes que los encajados en el ring, ya que una coz le partiría una pierna y el coletazo de un tiburón le rompería una costilla. Fueron dos motivos para decidir ser boxeador, además de su facilidad para manejar los puños y la ciencia que aplicaba en cada combate.

Comenzó en Chicago trabajando de ‘sparring’ y muy pronto tuvo problemas con las autoridades. Uno de los combates en los que actuó estaba prohibido y terminó en la cárcel, donde por cierto aprendió los secretos del pugilismo. A base de puro orgullo, superó una enorme depresión cuando su mujer le abandonó. Alguien que le vio borracho en un bar le señaló como un hombre acabado que jamás volvería a boxear. Y aquella sentencia le hizo levantarse.

En 1904, gracias al dinero obtenido en sus combates, se compró su primer coche, una casa en Chicago y se fue a Europa con contratos en Londres, París, Bruselas y Berlín. El estilo de Johnson no era espectacular. Le gustaba mantener la distancia y prestar atención a su rival desde una posición defensiva. Tenía una gran facilidad para esquivar los golpes y para analizar minuto a minuto a su adversario, pendiente de algún error que pudiera cometer. Cuando el error aparecía, sus golpes lo aprovechaban al cien por cien.

El primer púgil negro campeón del mundo

Sus triunfos le invitaron a ser un aspirante a conquistar el título mundial, pero la hegemonía blanca quiso impedírselo con todas las artimañas posibles. Tuvo que perseguir literalmente al campeón del mundo, el canadiense Tommy Burns, hasta Australia, para conseguir que aceptara poner en juego su título. Y el 26 de diciembre de 1908, en el estadio Huge Deal Mackintosh de Sydney, Jack Johnson logró aquel combate que cambiaría la historia del boxeo. Hubo 20.000 testigos que presenciaron la gran superioridad del púgil negro. En el decimocuarto asalto, Burns estaba completamente agotado y las autoridades tuvieron que suspender la pelea, dando como ganador por K. O. técnico a Johnson.

Aquella victoria indignó a la afición boxística blanca, abundando las muestras de racismo y reclamándose desde la prensa la necesidad de recuperar el honor perdido. ¿Cómo era posible que un negro pudiera imponerse a una raza que había sido la predominante en el pugilato? Se buscó al hombre que encarnara “La Gran Esperanza Blanca”, pero Johnson ganó a todos los aspirantes que se pusieron por delante, incluido al excampeón del mundo, James Jackson Jeffries, que obligado por la presión mediática, tuvo que abandonar su retiro y volver al ring para recibir una soberana paliza que obligó a su mánager a arrojar la toalla.

Amigo de las juergas

Demasiado mujeriego y amigo de las juergas nocturnas, fueron éstos los puntos flacos que las autoridades aprovecharon para intentar noquear al campeón. En 1913, fue detenido acusado de trasladar a una mujer por la frontera del estado “con propósitos inmorales” y sentenciado a la máxima pena, un año de cárcel. Pero Johnson no quiso volver a la cárcel. Huyó de los Estados Unidos haciéndose pasar por un famoso jugador de béisbol y se dedicó a boxear en el extranjero. En 1915, puso su título en juego en La Habana ante Jess Willard y lo perdió en el asalto número 26, confesando posteriormente que se había amañado la pelea.

Pocos días después de este combate, Johnson llegaría a Santander. En el salón Pradera de la ciudad, en sesión privada, exhibiría su esgrima apoyado por la proyección de una colección de películas que él mismo explicaba. Muchos de aquellos espectadores habían practicado el boxeo en sus correrías por el extranjero y volverían a enguantarse las manos para comenzar a adiestrarse. Semanas más tarde, los empresarios comenzaron a organizar las primeras veladas en Cantabria.

Johnson volvió a su país en 1920 y no se libró de la cárcel. Murió en un accidente de tráfico en 1946. Aquel hombre que supo desafiar la soberbia de una raza que se consideraba superior, fue el ejemplo de deportistas como Joe Louis o Mohamed Ali y también el de los primeros boxeadores de Cantabria que pudieron admirar su técnica, su valor, sus manos enguantadas y su torso desnudo mientras pegaba puñetazos al aire.

domingo, 26 de marzo de 2017

La gimnasta de la perfección

La perfección existe. Vestida de luz, tiene forma angelical y extiende las alas para adornar su figura arqueada, porque para volar lo hace con el pensamiento. Rebota en la asimetría de las barras con una sonrisa que la hace flotar, mientras el público acompaña los movimientos con voces de admiración. Mantiene las largas piernas rectas, unidas o abiertas, para trazar en el aire piruetas exactas, y sólo las flexiona en el momento de recogerse para voltear su cuerpo entre mortales y erigirse de nuevo, vertical y solemne, en un final de ejercicio nunca visto. Ni siquiera el marcador electrónico se ha preparado para tanta exactitud. Ella aún no es consciente de lo que ha hecho.

Nadia Comaneci (Onesti-Rumanía, 1961) tenía seis años cuando su entrenador, Bela Karolyi, descubrió el talento que tenía para moverse, talento que pulió con regalos de muñecas y una dura disciplina entre barras asimétricas, barra de equilibrio, ejercicios en el suelo y salto de potro. Muy pronto comenzaron los triunfos.

En su primera actuación internacional de carácter absoluto fue campeona de Europa, derrotando a la rusa invencible, Lyudmila Turishcheva. Poco antes de los Juegos Olímpicos de Montreal, dejó con la boca abierta al público de Nueva York al ejecutar un doble mortal de espaldas, culminando su ejercicio de asimétricas. Era la primera mujer en lograrlo en una competición. Y en Montreal, continuó haciendo historia en lo que entonces se llamaba gimnasia deportiva.

El primer diez

Su ejercicio de barras asimétricas del 18 de julio de 1976 hizo clavar la flecha de su cuerpo en el corazón de los miembros del jurado. Cuando éstos se miraron incrédulos en el momento de decidir la puntuación, aún sonaba la atronadora respuesta del público ante lo excepcional. Ninguno de los cuatro jueces de composición, ni de los seis de ejecución, rompería la unanimidad: diez, diez, diez, diez, diez… Los cuatro dígitos del número perfecto, 10.00, no entraban en las tres casillas que la tecnología había destinado a la hazaña humana. Por eso en la pantalla apareció un 1.00 que sólo fue desconcertante durante un segundo. Enseguida se comprendió que aquel número era el símbolo del origen, del mejor, del único, el número que resumía el diez de su actuación, el número de Nadia Comaneci. Fue la primera gimnasta que lo obtuvo, y no fue una casualidad. Porque en el mismo día obtuvo otro en su ejercicio de barra de equilibrios, y luego cinco dieces más, en total siete perfecciones para designar la decena de su dorsal y tres medallas de oro (asimétricas, equilibrio y general) para las unidades: 73.

Un año después, aunque algo lejana, tuve la oportunidad de verla con mis propios ojos en las localidades más altas del Palacio de los Deportes de Madrid. Estudiante de INEF, llevábamos carteles para reivindicar la licenciatura de los estudios de Educación Física. Pero enseguida descuidamos la cartelería, absortos y cautivados por su actuación en el suelo, en el aire, en la barra y en el salto.

El asilo político

Fue la niña mimada del comunismo rumano de Ceaucescu y también triunfó en los Juegos de Moscú (1980) con dos medallas de oro, en suelo y en la barra de equilibrio. Pero al año siguiente, en plena ebullición de la guerra fría, sus entrenadores pidieron asilo político en los Estados Unidos. Entonces el régimen dictatorial de su país estrechó el cerco de vigilancia y avivó las sospechas de su ídolo nacional. Se incautó su correspondencia, se intervinieron sus llamadas telefónicas, se controló su vida íntima, y se la prohibió competir fuera de Rumanía. Hasta que el 29 de noviembre de 1989, la mujer de luz que extendía las alas para adornar su figura arqueada, porque para volar lo hacía con el pensamiento, decidió escaparse hacia la libertad volteando su cuerpo en la noche, entre caminos por el bosque, helados y pantanosos caminos que la oscurecieron de lodo y de temor hasta llegar a Hungría, luego a Austria y finalmente a Estados Unidos. Allí volvió a erigirse vertical y solemne, en un exilio donde la prensa especuló con imposiciones amatorias con el hijo del dictador, amenazas, intento de suicidio y acusaciones de haber vivido como una reina en el régimen comunista.

Pero nada de aquel pasado importa ya. Nadia Comeneci siempre será la gimnasta que popularizó un deporte desconocido, que rompió el molde de la mediocridad y que, como rigurosa científica del arte deportivo, demostró con su fórmula que la perfección existe. Ni siquiera el marcador electrónico se había preparado para tanta exactitud. Y ella, ahora madre, mujer de éxito en los negocios y defensora de causas solidarias, sigue sin ser consciente de lo que hizo. La perfección existe.

sábado, 28 de enero de 2017

Cinco hermanos únicos y campeones

Son como los dedos de una mano. Todos son diferentes y complementarios, y juntos forman un mecanismo de acción íntimo, armonioso y eficaz. Dicen que los amigos son una familia cuyos individuos se eligen, pero los hermanos González Ruiz labraron una amistad fraternal más allá del ámbito familiar. Siempre juntos, siempre apoyándose, se compenetraron para formar un equipo invencible en la vida y en el deporte. Lo demostraron cuando, estudiando en Bilbao, decidieron unirse para jugar al baloncesto.

Juan, Roberto, César, Armando y Javier nacieron y se criaron en Ruiloba, lugar donde vivieron sus padres: Juan Etelvino, marino mercante y natural de Oreña, y María, natural del mismo Ruiloba. Unidos en el aprendizaje de los juegos infantiles, aprendieron a contar con los dedos de la mano: “El primero, Juan, fue a por leña; el segundo, Roberto, le ayudó; el tercero, César, frió un huevo; el cuarto, Armando, lo comió y Javier, el más pequeño, todo lo contó”.

Pioneros del baloncesto cántabro

Juntos, siempre juntos, se trasladaron a Santander para estudiar. Fue cuando comenzaron a jugar al baloncesto, descubriéndose como destacados jugadores en la década de los cuarenta, etapa en la que este deporte comenzaba a extenderse en Santander con el apoyo de las instalaciones del Frente de Juventudes de la calle Vargas, que por cierto tuvieron el honor de estrenar las primeras canastas de hormigón en España (1942). En esa década se celebraron los primeros campeonatos provinciales (1941), se creó la Federación Cántabra (1943) y surgieron equipos vinculados principalmente con los centros educativos, como La Salle, los Salesianos y el Kostka, colegios donde se matricularon los hermanos González Ruiz. Luego continuaron sus estudios en Bilbao. Juan y Roberto se prepararon para ser profesor mercantil, César estudió Derecho, Armando perito mercantil y Javier, comercio.

Campeones de Vizcaya

Y en Bilbao continuaron sus estudios sin abandonar el deporte de la canasta, practicándolo por separado en equipos como el San Fernando, el Juventud, el Santiago Apóstol o el Frente de Juventudes, hasta que la idea de formar un equipo entre los cinco hermanos se hizo realidad gracias al apoyo de la Academia Dobel, participando en el Campeonato de Primera Regional de Vizcaya. Corría el año de 1952 y el equipo fue todo un acontecimiento, porque no todos los días podía verse a cinco hermanos, en pleno estado de forma, hacer un baloncesto tan brillante. Les llamaban los marineros, porque llevaban con orgullo la profesión de su padre, capitán mercante. No perdieron ningún partido, ni siquiera hubo riesgo de que lo perdieran. Despertaron un enorme interés, recibiendo la felicitación expresa del entonces presidente de la Federación Española de Baloncesto, Jesús Querejeta. El último partido del campeonato fue como los demás. La Academia Dobel, con los cinco hermanos González Ruiz, se impuso por 43 a 32 al conjunto del Santiago, del barrio de Begoña de Bilbao y se proclamó campeón de Vizcaya. La prensa recogió aquella proeza insólita y llegó a proponer un partido homenaje en el que los hermanos se midieran en la cancha del Euskalduna ante uno de los potentes equipos vascos de la época.

Y cinco hermanas

Aquel equipo fue irrepetible, porque las lesiones y el servicio militar impidieron a los cinco de Ruiloba continuar con su unión deportiva. Años después, en 1966, Armando, activista e historiador multideportivo, tuvo la ocasión de entrenar a un equipo de baloncesto en Santander, el Horno San José, compuesto por las cinco hermanas Díez Prieto: Lica, Carmen, Elena, Esther y Mercedes. Fue una manera de evocar el espíritu de los González Ruiz.

Dicen que los amigos son una familia cuyos individuos se eligen, pero aquellos hermanos labraron una amistad fraternal más allá del ámbito familiar. Siempre juntos, siempre apoyándose, compenetrados y nacidos para formar un equipo invencible, lo demostraron en el deporte y en la vida, donde con la ausencia del mayor, siguen manteniendo ese mecanismo de acción íntimo, armonioso y eficaz, como los dedos de una mano: “El primero, Juan, fue a por leña; el segundo, Roberto, le ayudó; el tercero, César, frió un huevo; el cuarto, Armando, lo comió y Javier, el más pequeño, todo lo contó”.

domingo, 15 de enero de 2017

Joaquín Blume, el gimnasta que tocó el cielo

Sus setenta y un kilos de fibra quedaron majestuosamente suspendidos en el aire del gimnasio. Tras unas acrobacias, su cuerpo se clavó con los brazos extendidos, crucificado en las anillas, pero sin muecas de esfuerzo ni dolor en el rostro. Estaba provocando la admiración del público que había oído hablar de aquel ejercicio increíble, pero que nunca antes lo había visto. En aquella tortuosa postura se sintió triunfador. Era la primera vez que lo llevaba a cabo en público y el joven Achim descubrió con su ‘cristo’ que sólo el cielo marcaría su límite deportivo. Y no se equivocaría.

Buen deportista y estudiante

Todo lo hacía bien. Era buen estudiante, con enorme facilidad para aprender idiomas y desenvolverse con éxito en todos los deportes. En el colegio Hermanos de la Doctrina Cristiana de Barcelona destacaba en los partidos de fútbol o de baloncesto, y era un excelente jugador de tenis. Pero sobre todo disfrutaba con la gimnasia. Pasaba horas y horas en el gimnasio de su padre, el alemán Armand Blume, profesor de Educación Física casado con la catalana María Paz Carreras que fijó su residencia en Barcelona.

Las innatas condiciones físicas de Joaquín fueron perfeccionándose en el gimnasio familiar, moldeadas por el espíritu disciplinado que le inspiraría el carácter alemán de su padre. Así que se convirtió en un campeón precoz que con 15 años comenzó a ganar títulos. Fue el eterno campeón de España de Gimnasia desde 1949. En 1952 participó en los Juegos Olímpicos de Helsinki, obteniendo el puesto 56 entre 212 gimnastas. Tenía 19 años y ya era consciente de que nada se interpondría en su camino para triunfar. Su primer éxito internacional importante fueron las cinco medallas de oro de los Juegos del Mediterráneo en 1955. Fue cuando comenzó su popularidad que se mantuvo creciente gracias a su simpatía y atractivo. La prensa le adoraba. Cuando se casó, tras cortar la tarta nupcial, se fue vestido de novio al gimnasio para regalar a los fotógrafos unas imágenes haciendo el ‘cristo’ con su chaqué y bombín.

La gran esperanza deportiva española

Aunque los grandes rivales eran alemanes, japoneses y rusos, la proyección de Blume le señalaba como la gran esperanza deportiva española para los Juegos Olímpicos de Melbourne, sobre todo porque meses antes había derrotado a los grandes favoritos en un concurso internacional celebrado en Hannover. Pero la intervención de la URSS en la revolución de Hungría abortó la participación española que se sumó a un boicot internacional contra los soviéticos. Fue una lástima. El gimnasta estrella de Melbourne fue el ruso Tschkarin, que obtuvo 114,25 puntos. Blume había sumado en Hannover 113,90 puntos.

El gimnasta catalán continuó con su meteórica progresión. En la Copa de Europa celebrada en París en 1957 ganó en anillas, potro con aros, paralelas y combinada. También fue segundo en barra fija. La prensa especializada resaltó su técnica y su porvenir. Tampoco pudo ir a los Mundiales de Moscú en 1958 por el boicot internacional a la URSS. Las tensiones políticas internacionales estaban arruinando su carrera, pero todo su esfuerzo y voluntad se centrarían en los Juegos Olímpicos de Roma que se celebrarían en 1960. Y él estaba seguro de sí mismo: “Quiero ser campeón olímpico o campeón del mundo y mantendré la esperanza hasta los treinta y seis años”, había declarado a los periodistas. Así que cuando tras las acrobacias, su cuerpo se clavaba con los brazos extendidos y crucificado en las anillas, pero sin muecas de esfuerzo ni dolor en el rostro, Joaquín Blume continuaba sintiéndose triunfador, con sólo el cielo marcando su límite deportivo. Y no se equivocaría.

El accidente aéreo

En la luctuosa tarde del 29 de abril de 1959, el avión que desde Barcelona se dirigía a Canarias, se estrelló en la serranía de Cuenca. Murieron sus 28 ocupantes, entre ellos varios gimnastas que iban a participar en un concurso, como Pablo Muller, José Aguilar, Raúl Pajares, Olga Solé, y Joaquín Blume que viajaba con su esposa, María José Bonet. Como el resto de cuerpos de las víctimas, sus setenta y un kilos de fibra quedaron esparcidos por las inmediaciones del monte del Telégrafo, en un lugar donde se levantó una cruz de piedra con el nombre de todos los fallecidos, una cruz donde nos imaginamos los brazos extendidos y crucificados del que sin duda hubiera sido el primer héroe olímpico del deporte español.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Marcel Jaurey, un cántabro en el rally de Montecarlo

Marcel Jaurey, a la izquierda, con su 'Delage'
En el estudio fotográfico y sobre el triciclo recién estrenado, aquel niño de cuatro años parecía un emperador. Su expresión, de solemne serenidad y complacencia, guardaba el convencimiento de poseer la máquina más fantástica que hubiera podido inventarse. La idea de avanzar sentado, con el simple movimiento de los pedales, era algo más que divertido. Era pura magia. Jamás olvidaría esa sensación. En realidad, esa sensación le acompañaría toda su vida.

Marcel Jaurey nació en 1904 en Santander, ciudad en la que siempre vivió. Su padre, también Marcel Jaurey, natural de Mont de Marsan (Francia) se casó en Santander con Francisca Fernández-Cotera Mendizábal, regentando el conocido y próspero establecimiento de ‘La Tintorería Francesa’, cuyos talleres estaban en la calle San Fernando, mientras que las tiendas de reparto se ubicaban en las de San Francisco e Isabel II. Con una posición social acomodada, el joven Marcel estudió en los Escolapios de Villacarriedo sin demasiadas preocupaciones, exceptuando la llamada a filas de su padre, de nacionalidad francesa, para combatir en las trincheras de la Gran Guerra, donde pudo sobrevivir. Así que el joven pudo dedicar su tiempo a dejarse llevar por aquellas agradables sensaciones dirigiendo máquinas que le transportaban a un mundo más emocionante.

El cosquilleo de la competición

Con nueve años, el triciclo dejó paso a la bicicleta, y poco tiempo después participaría en pruebas ciclistas infantiles para descubrir el cosquilleo de la competición. Más tarde practicó el motociclismo, con la desgracia de perder un ojo en un accidente. Pero aquello no le echó para atrás. Continuó probando el placer de la velocidad con los automóviles y las avionetas, incluso engañando a las autoridades encargadas de otorgar los permisos para volar, porque el oftalmólogo amigo suyo que extendió el certificado para obtener el carnet de piloto, escribió, sin mentir, que “en el ojo izquierdo tiene una dioptría, en el derecho, nada”.

La oportunidad del rally

Cuando compró su cuarto automóvil, un ‘Delage’, la propia empresa le ofreció un precio especial con la condición de que participara en el famoso rally de Montecarlo. No se lo pensó dos veces. El 23 de enero de 1934 partió de Madrid con el número 64 conduciendo un ‘Delage’ de 2.420 centímetros cúbicos. Pasó por Bayonne, Toulouse y Avignom antes de llegar a Montecarlo. Al año siguiente, renovó el acuerdo con la marca del vehículo que le ofreció un ‘Delage’ más potente, de 2.660 centímetros cúbicos, que llevó a Montecarlo la matrícula santanderina: S-5758. En esta ocasión tuvo que superar un problema de cierta importancia, ya que Marcel poseía doble nacionalidad y al no atender la llamada a filas de Francia, para evitar problemas participó indirectamente inscribiendo a su amigo Valentín Azpilicueta que le acompañaría en el recorrido como viajero con su esposa y con el padre de Marcel.

Desde Portugal

El 20 de enero 1935 partieron de la localidad portuguesa de Valença do Minno, atendido y controlado por el Automóvil Club Portugués, pasando por Lisboa, Sevilla, Madrid, Bayonne (abriéndose paso por los Pirineos a base de retirar la nieve con una pala), Toulouse, Brignoles y Montecarlo. Nadie en España pareció enterarse de la prueba, y eso que también la atravesaron los participantes ingleses que salieron desde Gibraltar. Marcel alcanzó su récord de velocidad en el tramo comprendido entre Sevilla y Madrid, logrando una media de 90 kilómetros por hora, y haciendo los 3.000 kilómetros del recorrido en 62 horas, comprendidas las muy escasas que pudieron disponer para dormir y alimentarse. Participaron 166 automóviles y Marcel pudo batir a sus contrincantes franceses sobre ‘Bugatti’, consiguiendo clasificarse y logrando traer a Santander la Copa del Automóvil Club lusitano. Quedó clasificado en el puesto 75 de los 103 que pudieron terminar, en la categoría de coches entre 2.000 y 3.000 centímetros cúbicos.

Incautado

Sobre un triciclo, sobre una bicicleta, sobre un automóvil o sobre un aeroplano, Marcel Jaurey siempre mantendría esa expresión de solemne serenidad que guardaba el convencimiento de poseer la máquina más fantástica que hubiera podido inventarse. Por eso lamentaría el triste destino de aquel ‘Delage’ cuando la guerra puso fin a los juegos de velocidad. Los automóviles fueron incautados y sometidos a todo tipo de servicios, manchadas sus tapicerías de barro, sangre y grasa, impregnadas con olor a pólvora y farmacopea, destrozados en los barrancos o en las cunetas, ametrallados o pintarrajeados y, finalmente, apilados en los cementerios mecánicos de chatarra, como el famoso ‘Delage’ de ocho cilindros de Marcel Jaurey que durante el percance bélico sufriría un accidente en el alto de Solares, causando la muerte de su conductor y de su ocupante. Así terminó aquella fantástica máquina que llevó al Principado de Mónaco al primer español en participar en el rally de Montecarlo.

domingo, 13 de noviembre de 2016

El campeón de harina contra la raza aria

Más que un boxeador, parecía un bailarín. Convertía el cuadrilátero en una pista de baile y a sus rivales en parejas a las que imponía su ritmo. En ocasiones, los desquiciaba con su vibrante juego de piernas y con su escapismo de golpes que le perseguían sumidos en el fracaso.

El público le adoraba, sobre todo las mujeres. Era un hombre atractivo, feliz y ganador. Pero no era de raza aria, había nacido en un país equivocado y vivía en un tiempo demasiado desfavorable para los gitanos.

Boxeador y gitano

Johann Wilhelm Trollmann era natural de Hannover y vino al mundo el 27 de diciembre de 1907 en el seno de una familia gitana. Todos le llamaban ‘Rukeli’ (árbol joven) y mostraba una engañosa apariencia de muchacho enclenque. Quizás por eso se aficionó al boxeo, perfeccionando su estilo gracias al entrenador judío Erich Seelig. Muchos se sorprendieron cuando comenzó a ganar campeonatos locales con aquella apariencia de fragilidad, pero es que se movía demasiado deprisa y sus golpes eran certeros y potentes. Por eso fue uno de los púgiles que se clasificó para participar en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam (1928), aunque finalmente no pudo hacerlo porque su forma de boxear no era representativa de Alemania. Ésa fue la excusa para intentar disimular el racismo que comenzaba a apoderarse de aquella sociedad.

Campeón de la Alemania nazi

Pero Rukeli continuó boxeando con sus pies ligeros, su apariencia enclenque y sus puños voraces. Se trasladó a Berlín, se hizo profesional y se fue ganando al público rompiendo la moral de hombres mucho más fornidos y corpulentos. Y alcanzó su sueño, competir por el título nacional de Alemania de los semipesados en 1933, el año en que Hitler llegó al poder. Su rival era Adolf Witt, mucho más pesado y fuerte que además era el favorito de los dirigentes nazis que acudieron por decenas a ver el combate. Trollmann fue más rápido que nunca aquel día. Incluso se atrevió a burlarse de la torpeza de su oponente y a comentar jocoso el desarrollo de la pelea con los espectadores de las primeras filas. Golpe a golpe, el gitano fue ensangrentando la cara del ario con una vitalidad y frescura insultante. Cuando los jueces anunciaron que el combate era nulo, el público, escandalizado, casi organizó un tumulto, de tal manera que se vieron obligados a rectificar y a designar campeón de Alemania a Trollmann, entre la ira de los dirigentes del nacional socialismo y la emoción del campeón que rompió a llorar.

Aquello era imperdonable para el nuevo régimen. A la semana siguiente, la Federación Alemana de Boxeo le informaba por carta que le quitaban el título por “comportamiento vergonzoso”, refiriéndose a su llanto, mientras que la prensa justificaba la decisión afirmando que “los campeones de boxeo no corren”. Además, amenazando a su familia, se le obligó a combatir contra un duro boxeador pronazi, Gustav Eder, prohibiéndole que no se moviera del centro del ring. Querían humillarle, pero no lo consiguieron.

El gitano de los pies alados aceptó la pelea, pero en esa ocasión no sería un gitano. Se tiñó el pelo de rubio, esparció harina por todo su cuerpo, se plantó inmóvil en el centro del ring y aguantó los puñetazos hasta que en el quinto asalto, cayó a la lona rebozado de raza superior.

En el campo de concentración

Años después, Trollmann acabó en el campo de concentración de Neuengamme, cerca de Hamburgo. Malnutrido y débil, tuvo que soportar los combates que los guardias organizaban para divertirse, donde premiaban a Trollmann con un plato de comida sólo si perdía por K.O. Un día de 1944 se hartó y en una de esas peleas se atrevió a noquear a un colaborador nazi. Éste, enrabietado y ante la mirada impasible de los vigilantes, le apaleó hasta la muerte.

Durante muchos años, Johann Wilhelm Trollmann sólo fue una víctima más de un exterminio execrable, mientras su gesta se arrinconaba en el olvido. Hasta que la Federación Alemana de Boxeo reconoció su título en 2003. Hoy, en Hannover, una calle lleva su nombre y en Hamburgo, una placa señala el gimnasio donde ganó varios combates. En Berlín, su memoria se evoca en el parque Victoria, con un ring inclinado y único destinado al boxeador que parecía un bailarín, que convertía el cuadrilátero en una pista de baile y a sus rivales en parejas a las que imponía su ritmo. Y su recuerdo, teñido de rubio y con piel de harina, sigue desquiciando a los que se creen dioses con su vibrante juego de piernas y con su escapismo de golpes que siempre le perseguirán sumidos en el fracaso.

sábado, 10 de septiembre de 2016

Un campeón único para la historia del golf

Seve levanta la copa del Open Británico en 1979
Cuando se contempla la globalidad, el mejor sólo es un concepto inalcanzable atrapado en el tumulto de subjetividades. Su rastro es una chispa de espejismo que salta al frotar la decisión de un instante con la superficie de la genialidad. En excepcionales ocasiones, esas chispas provocan incendios de enormes magnitudes, arrasan con lo establecido y sientan las bases para iniciar un nuevo principio de todo. Entonces la abstracción del mejor se aparta para dejar paso y reverenciar al gran protagonista de la renovación.

El golf se incendió en el verano de 1979, en el Royal Lytham & St. Annes, durante la celebración del Open Británico. Las primeras chispas comenzaron a aparecer en los últimos cinco hoyos de la segunda vuelta, porque aquel joven jugador español no había tenido un buen comienzo. Tenía una bella estampa que destacaba entre el resto de jugadores. Vestía con la oscura elegancia del azul, con un jersey Slazenger y un polo blanco que adornaba su cuello. Los pasos de su caminar por el campo delataban una elegancia y seguridad impropia de sus 22 años. Hubiera sido simple apariencia, pero en aquellos cinco últimos hoyos de la segunda vuelta, con el viento de cara, Seve consiguió cuatro ‘birdies’ y dio un giro decisivo al torneo. En la tercera vuelta, se emparejó en el recorrido con Hale Irwin, que iba en cabeza y pudo mantener la distancia con él. El resultado, antes de la última jornada, continuaba liderado por Irwin, seguido de Ballesteros a dos golpes. Pisándole los talones, a un golpe de Seve, estaban Jack Nicklaus y Mark James.

El día decisivo

En el día decisivo, el golf se puso del lado de Severiano Ballesteros. Ya en el primer hoyo, el de Pedreña se puso en primera posición al hacer ‘birdie’, mientras que en el siguiente, Irwin se apuntó un doble ‘bogey’. Los periodistas británicos dudaban de que la juventud de Ballesteros pudiera soportar tanta presión, porque el primer puesto variaba constantemente, hasta que en el hoyo 13, Seve hizo un ‘birdie’ increíble con un ‘pat’ de nueve metros desde el collarín del ‘green’, donde había dejado la bola después de haber caído a un ‘bunker’ de calle, a unos sesenta y cinco metros del ‘green’. En ese momento, recuperó la delantera y no la perdió más.

En el hoyo 16 hizo su memorable jugada desde el aparcamiento para hacer un nuevo ‘birdie’. Los dos últimos hoyos fueron igualmente apasionantes.

En el 18, Irwin, que finalmente acabó a seis golpes del campeón, sacó un pañuelo de su bolsillo y lo agitó al público en señal de rendición. Fue él quien bautizó a Seve como “el campeón del parking”, acaso para menospreciar su juego improvisado y falto de ortodoxia. Fue el primero que advirtió del incendio que tanta chispa de genialidad había originado.

Aquel joven de Pedreña que dio sus primeros golpes en la arena de la playa, con un hierro 3 que le ayudó a desarrollar su gran capacidad para imaginar lo impensable, había comenzado a cambiar el golf.

Seve logró cerca de cien triunfos como profesional, entre ellos cinco en el Grand Slam. Fue campeón del mundo por equipos, despertó el interés de la Ryder Cup que agonizaba con tanta monotonía de triunfos norteamericanos y se convirtió en el primer deportista global que tuvo España, el más internacional y el más conocido y reconocido. Sin embargo, ser el mejor tantas veces no fue su gran mérito.

Su espectacular y genuina manera de jugar provocaría que millones de personas empezaran a gozar con este deporte. Con Seve, el golf se quitó la corbata y los pantalones de cuadros para comenzar a practicarse en los aparcamientos, debajo de los árboles, de rodillas y con golpes inverosímiles. Quizás no fue el mejor, porque el mejor sigue siendo un concepto inalcanzable, atrapado en el tumulto de subjetividades. Pero Severiano Ballesteros revolucionó el golf, lo popularizo y lo acercó a todas las clases sociales. Él sentó las bases para iniciar un nuevo principio y por eso la abstracción del mejor se apartará siempre para dejarle paso y reverenciar su memoria de deportista único e irrepetible.
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