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sábado, 7 de agosto de 2021

El pasiego de la primera medalla

Correr, correr, correr. El ritmo ha enloquecido y la carrera se ha transformado en un sálvese quien pueda. Llega un momento en que ni la cabeza, ni el corazón, ni los pulmones pueden controlar ese esfuerzo que reta a la naturaleza humana. Aunque lo parezca, nadie huye. Es el instinto de alcanzar la meta.

En los Salesianos de Zaragoza nadie imagina cuál es la meta del delantero centro del equipo de fútbol. Es un chaval interno con aires rurales que pone empeño en cada partido, corriendo de arriba abajo sin descanso. Dicen que viene de un valle recóndito de las montañas de Cantabria, donde cuidaba vacas, subía y bajaba agua y leña por las cabañas y cuatro veces al día trotaba por los más de tres kilómetros que separaban su casa de la escuela. Con la sangre paterna de la Vega de Pas y la materna de Sampedro, aquel chaval de 14 años decía con orgullo que era pasiego. Y aunque corría mucho, nadie pensaba que su origen le pudiera convertir en un gran futbolista. Tampoco hubo ocasión de demostrar lo contrario, porque en el camino de aquel hipotético destino de José Manuel Abascal (Alceda, 1958) se cruzó un profesor de Tecnología, D. Jenaro Bujeda, que como responsable del equipo de atletismo, andaba desesperado por el colegio buscando al último integrante del equipo para participar en un cross. “¿Cuántos metros dice que hay que correr?”, preguntaba aquel joven futbolista al que casi le da un patatús al oír la cifra de tres mil. No se creía capaz de aguantar tanto, pero aquel profesor daba la asignatura más hueso del curso y decir que sí podía ayudarle a aprobarla. 

La primera carrera

Aquello de ‘veni, vidi, vici’ no fue exclusivo de Julio César. También José Manuel Abascal llegó, vio y venció. Calzando unas viejas botas de fútbol ganó la prueba. Pero fue en la siguiente carrera cuando José Manuel se enganchó al atletismo. Todo por un trofeo que despertaría su talento y su avidez de victorias. Y no desaprovechó las oportunidades. Fue elegido para una concentración en La Toja y más tarde la Federación Española de Atletismo le proporcionó una beca en la Residencia Blume de Barcelona. Allí se puso en manos del preparador, Gregorio Rojo, y comenzó su feliz trayectoria.

Primeros éxitos

Fue campeón de Europa junior de 3.000 metros (1977), campeón de España y primer español en correr los 1.500 por debajo de 3:40. En esta misma prueba logró la plata en el Campeonato de Europa de pista cubierta y el oro en el Europeo al aire libre (1982). Al año siguiente repitió plata en la pista cubierta, consiguió el bronce en los Juegos del Mediterráneo y el oro en el Campeonato Iberoamericano. Sin saberlo, él ya había experimentado el entrenamiento de altura por las montañas del Pas cuando era un niño, pero su entrenador comenzó a aplicarlo en su preparación para los Juegos de Moscú. Abascal aumentó su resistencia en entornos con poco oxígeno en altitudes de México y los Alpes suizos. Luego pasaría largos días concentrado en los Picos de Europa pensando en los Juegos de Los Ángeles (1984).

En Los Ángeles

Era prácticamente imposible luchar por las medallas. En los 1.500 se imponía el imperio británico de Sebastián Coe, Steve Cram y Steve Ovett. En la primera ronda, Coe fue segundo en la segunda serie (3.45.30), Ovett ganó la tercera (3.49.23) y Cram la sexta (3.40.33). Pero el tiempo más rápido fue el del cántabro (3.37.68). Buena señal. Las semifinales se celebraron al día siguiente. Abascal ganó la primera con una excelente marca (3.35.70), por delante del norteamericano Scott (3.35.71), de Coe (3.35.81) y del keniata Joseph Chesire (3.35.83). En la segunda semifinal se impuso Cram (3.36.30).

La gran final

La final, sin jornada de descanso, se corrió el 11 de agosto. Los doce corredores formaron un abierto semicírculo para tomar la salida. Abascal, el cuarto más pegado al interior, era el más agachado, como si estuviera concentrado ante una prueba de velocidad. Había llegado a Los Ángeles para entrar en la final, lo había conseguido y estaba dispuesto a dejarse la piel en cada metro. Y así fue. 

El pistoletazo de salida despertó un ritmo lento, como temeroso y vigilante, hasta que pasada la primera vuelta el norteamericano Scott se puso en primera posición. Sabiendo de la velocidad final de los británicos, a Abascal le convenía un ritmo más rápido y rompedor, así que el pasiego tomó la cabeza a unos 600 metros de la meta estirando la carrera. Cuando sonó la campana de la última vuelta, Coe, Cram y Ovett eran los perseguidores del cántabro que mantenía un intenso ritmo. Ovett no lo resistió y abandonó. A falta de 300 metros Abascal seguía en primera posición. Cram intentó pasarle, pero Coe se adelantó y ambos superaron a Abascal. En los últimos metros, el ataque del cántabro se convirtió en una defensa numantina de su posición porque Joseph Chesire venía pisándole los talones. Parecía que huía, pero no estaba huyendo. En realidad, José Manuel Abascal miraba anhelante cómo la meta se iba engrandeciendo, cada vez más cercana, para entrar en la historia del atletismo español consiguiendo la primera medalla olímpica en pista. Y nadie fue capaz de arrebatársela a un pasiego. 


lunes, 14 de octubre de 2019

El sueño deshecho de una atleta


Entró desfallecida en la pista del estadio olímpico de Helsinki después de hacer una carrera brillante. No logró la primera posición, pero su entrenador, Gabriel González, saltó de alegría cuando miró la aguja del cronómetro. De nuevo Belén Azpeitia había batido el récord de España de los 1.500 metros lisos. Era la sexta vez consecutiva que lo conseguía en poco más de un año. Su progresión era imparable, pero aquel 26 de julio de 1972 su marca había sido especial. Había obtenido un tiempo de 4:18.60, por debajo de los 4:20 que la Federación Internacional de Atletismo exigía como mínima para participar en los Juegos de Munich. Belén se había ganado a pulso el mérito de ser la primera atleta española que podría participar en unos Juegos Olímpicos. Por eso se fundió en un abrazo entusiasta con su entrenador. 

Belén Azpeitia Mendieroz (San Sebastián, 1952 - 2005) se había aficionado al atletismo gracias a una de sus hermanas, Maite, que también era atleta. Estudiante de Arte y Decoración, era muy aficionada al dibujo y a la pintura, aunque en sus ratos libres ayudaba a sus padres en un comercio de ropa en Amara. Su primera prueba importante la corrió en Barreda en 1968. En aquel campeonato de España de Cross, aquella chiquilla de 17 años deslumbró con las zancadas de sus largas piernas devorando distancias como bocados hambrientos. Quedó en segunda posición, detrás de la atleta que entonces nadie podía batir, su compañera de equipo, Coro Fuentes. Pero fue al año siguiente cuando se consagró. En el campeonato nacional de cross disputado en el viejo campo de golf de Gobelas (Vizcaya), Coro Fuentes parecía que iba a ganar de nuevo tras su potente salida, dejando atrás a todas las participantes a las que sacó una gran ventaja. Pero en los metros finales, la coruñesa Elia Amieiro y Belén Azpeitia se fueron acercando. Las tres entraron juntas para cubrir los últimos 80 metros. Fue cuando las piernas de Belén se impulsaron con un corazón que bombeaba coraje, mientras sus pies prisioneros en zapatillas de clavos, se convirtieron en alas libres para desatar la cinta de la victoria. Los espectadores contemplaron la apretada llegada levantados de sus asientos y emocionados. Fue la primera vez que ganó a la entonces invencible Coro Fuentes, y no sería la última. 

Campeona de España de Cross en cuatro ocasiones, entre 1969 y 1972, Belén arrebató en 1971 el récord de España de 800 y de 1.500 metros lisos a Coro Fuentes, de tal manera que en 1972 la pugna entre ambas atletas fue vibrante. Fue campeona de España de 800 metros al aire libre y de 1.500 metros en pista cubierta en 1971 y 1972, e internacional en 16 ocasiones. Era la reina del atletismo femenino, y su nuevo récord de España, con la mínima para acudir a Munich, era la llave para convertir un sueño en realidad. 

Pero ocurrió algo difícil de explicar. La Federación Española de Atletismo impuso el criterio de que para acudir a Munich sería necesario estar entre las 15 primeras del ranking mundial. Aunque el lema que se publicitaba en aquel tiempo era el de “Lo importante no es ganar, sino participar”, los dirigentes deportivos evidenciaron la hipocresía de un régimen político agonizante y la enorme desconsideración al esfuerzo de una atleta de extraordinaria progresión. Cuando el presidente de la Federación Española de Atletismo, Fernando Cavero, informó al entrenador de Belén de que no participaría en los Juegos de Munich a pesar de haber obtenido la mínima, la sorpresa fue mayúscula. Desde el 1 de julio de 1971, Belén Azpeitia había batido el récord de 1.500 metros lisos en las competiciones internacionales que había disputado, haciendo 4:24.20 en Milán; 4:24.00, en Helsinki; 4:23.80, en Esmirna; 4:22.80, en Bruselas; 4:20.70, en Oslo y, finalmente, los 4:18.60 que suponía marca mínima. Su entrenador explicó a Cavero la gran equivocación de excluir a Belén, porque estaba seguro de que hubiera podido entrar en la final olímpica. Pero la intransigencia se revolvió contra una atleta con carácter que no tenía pelos en la lengua. 

Dicen que Belén Azpeitia se retiró del atletismo en la primavera de 1976, cuando se lesionó entrenando para conseguir aquel sueño deshecho de ser olímpica, en este caso en Montreal. Pero la verdad es que fue aquella marginación federativa la que acabó con sus vigorosos finales y con sus pies más aprisionados que nunca en zapatillas de clavos, sin alas libres para desatar la cinta de la victoria. Belén murió el 27 de agosto de 2005, víctima de un cáncer, a la edad de 52 años, con el pensamiento de que no fue la primera atleta que participó en unos Juegos Olímpicos por el capricho de algún federativo y acaso porque era demasiado vasca y demasiado mujer. Pero nadie le quitará el honor de ser la primera que se lo mereció.

domingo, 25 de marzo de 2018

El secreto de la locomotora humana


Su rostro refleja la máxima expresión del sufrimiento de un fondista. La fatiga, dominada por su cuerpo atormentado, se conmueve en constantes espasmos mientras lucha, zancada a zancada, contra su inquebrantable voluntad. Sus brazos, con vocación de alas, elevan los codos para proporcionarle un estilo único, aunque poco ortodoxo. Tanto esfuerzo no puede concentrarse en una sola carrera. Su secreto comenzaría a dejar de serlo en los Juegos Olímpicos de Londres, en 1948.


Una emocionante carrera

En el estadio de Wembley, la final olímpica de los 5.000 metros lisos ha entrado en su último kilómetro. Uno de los cuatro corredores que van en cabeza, el belga Reiff, ha cambiado el ritmo, dejando descolgados, por este orden, al holandés Slykhuis, al checo Zatopek y al sueco Ahiden. Cuando la campana advierte de la última vuelta, Zatopek, que parecía hundido, comienza su sorprendente aceleración. Rebasa a Slykhuis y se lanza como un poseso a la caza del belga. Ante el inesperado y brutal tirón de Zatopek, el público se ha levantado emocionado de sus asientos, aunque pronto comprende que el esfuerzo del checo será en vano. Son unos 60 metros de ventaja los que Reiff lleva a su entusiasta seguidor cuando faltan 300 metros para la meta. Zatopek, que ha continuado reduciendo la distancia, da otro sorprendente cambio de ritmo cuando le faltan 200 metros. Su velocidad contrasta con la lentitud con la que el belga hace los últimos 100 metros. Gesticulando como si estuviera sufriendo la peor tortura, Zatopek intenta recuperar 50 metros en 150. Las 80.000 personas que llenan el estadio, aclaman aquel vigoroso ataque final: “¡Za-to-pek, Za-to-pek!..”. Las voces parecen frenar el esfuerzo del belga que se desespera al escuchar las pisadas y la cercana respiración de su rival, como si tuviera detrás una locomotora a punto de engullirle. En el último segundo, acaso por la misteriosa fuerza que surge en los momentos de pánico, Reiff ha logrado lanzarse sobre el hilo para proclamarse ganador, entre los delirantes gritos de un público que ha estado a punto de presenciar lo imposible. Porque Emile Zatopek estuvo aquel día a dos décimas de segundo de convertir lo imposible en realidad.


El entrenamiento fraccionado

Emil Zatopek (Koprivnice, 1922-2000), aprendiz en una fábrica de zapatillas, tenía un secreto, porque tanto esfuerzo no podía concentrarse en una sola carrera, así que decidió fragmentarlo. Fue el primero que desarrolló el entrenamiento fraccionado, o ‘interval training’, con sesiones donde, por ejemplo, corría 5 series de 200 y 25 series de 400, a un ochenta por ciento de la máxima intensidad, recuperándose con un paso ligero o trote que endurecía con más series y menos tiempo de recuperación.


Cuatro medallas de oro olímpicas

Con este sistema de entrenamiento que poco después asumiría la mayor parte de los atletas, Zatopek acabaría con la hegemonía de los “finlandeses voladores” en las carreras de fondo. Fue cuatro veces campeón olímpico. Ganó en los 10.000 metros en Londres (1948), y en los 5.000, 10.000 y maratón en Helsinki (1952), la patria de tantos grandes fondistas a los que relegó a un segundo plano. En Helsinki compartió las mieles del triunfo con su esposa, Dana Zatopkova, que logró el oro en el lanzamiento de jabalina. También fue tres veces campeón de Europa, en 5.000 y 10.000 metros en 1950, y en 10.000 en 1954. Nadie pudo ganarle en los 5.000 entre octubre de 1948 y junio de 1952. También fue invencible en los 10.000 metros desde mayo de 1948 hasta julio de 1954, haciendo 38 carreras consecutivas en primer lugar. Estableció 13 mejores marcas mundiales en distancias métricas y 5 en medidas inglesas entre 1949 y 1955 y fue el primer hombre en correr más de 20 kilómetros en una hora (20.052 metros). El Cross Internacional de Lasarte de 1958 puso fin a su trayectoria deportiva, donde obtuvo 261 victorias en las 334 carreras que disputó.


El sufrimiento de un fondista

El recuerdo de su rostro sigue reflejando la máxima expresión del sufrimiento de un fondista, incluso cuando después de ser un héroe nacional en Checoslovaquia, fue marginado por el régimen comunista al apoyar la Primavera de Praga en 1968. Su fatiga, su cuerpo atormentado, sus espasmos, su inquebrantable voluntad, sus brazos con vocación de alas, su estilo único y, sobre todo, el secreto de fraccionar su enorme esfuerzo para multiplicar las recuperaciones de sus latidos, le convirtieron en el mejor fondista de la época, tan imparable como una auténtica locomotora humana.

domingo, 11 de febrero de 2018

Luz Long, el caballero que saltó sobre el racismo

Un rival no es un enemigo. Un rival es un estímulo para vencer obstáculos sintiéndose acompañado. No importa la patria, ni la raza, ni la ideología. El rival te hace más grande y enriquece tu habilidad, mientras que el enemigo pretende destruirla.

En algún momento de su vida, Luz Long (Leipzig, 1913-San Pietro Clarenza, 1943), pudo dudar de quiénes eran sus enemigos, pero nunca de los que fueron sus mejores rivales y, sobre todo, del obstáculo que desde niño quiso superar: la distancia. De una familia alemana acomodada, desde temprana edad ya tenía un foso de arena en el jardín de su casa para practicar el salto de longitud, modalidad donde destacaría. Rubio, con ojos azules y un cuerpo equilibrado de 1,84 metros de altura, Long se convertiría en uno de los mejores atletas de Alemania y también en un ejemplo de la superioridad de la raza aria que el régimen nazi quiso exaltar en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, los mejor organizados de la historia hasta aquel momento y en donde los anfitriones lograrían encabezar, por primera y única vez, el medallero final de las competiciones.

Poco antes de aquellos Juegos, Long, con un salto de 7,25 metros, había hecho la segunda mejor marca del año. Sólo la sombra del estadounidense Jesse Owens, un saltador de raza negra, podía impedir su victoria, así que la competición del salto de longitud despertó un enorme interés.

Un consejo que salvó a su rival

En los saltos clasificatorios, Long superó fácilmente, y en el primer intento, los 7,15 metros establecidos para acceder a la final. Sin embargo Owens, acaso condicionado por la ansiedad, hizo dos saltos nulos que amenazaban su eliminación. El alemán, que observaba atentamente las carreras de su máximo adversario, no resistió la tentación de acercarse a él para aconsejarle que se calmara, que no intentara batir ningún récord, como al parecer pretendía, y que fijara el impulso del salto centímetros antes de llegar a la tabla de batida, evitando así el riesgo de otro nulo, ya que con su potencia podía superar sin problemas la marca mínima. Owens le hizo caso, no arriesgó y se metió en la final con cinco atletas más hasta que, como estaba previsto, sólo quedaron los dos favoritos, Long y Owens, para disputarse el oro.

Lucha entre dos razas y el abrazo polémico

A la vista de quienes defendían los postulados de Hitler, la prueba de longitud se convirtió en un escenario de antagonismo entre razas. Los saltos finales fueron una de las pugnas más bellas del estadio olímpico, al que habían asistido unos 110.000 espectadores. En su primer vuelo, el norteamericano alcanzó una marca de 7,87 metros, pero Long le igualó a continuación con otro salto impresionante que levantó de sus asientos al público. El segundo salto de Owens se fue hasta los 7,94 metros, mientras que el alemán hizo nulo, proporcionando la victoria al estadounidense y dibujando cierta desolación en las gradas. Pero la prueba aún no había terminado. A Owens le faltaba el último salto, y liberado de la ansiedad, inició la carrera para conseguir lo que había querido hacer desde su primer intento, volar hacia el récord olímpico con un salto de 8,06 metros. Aún en la arena, recién levantado de la caída, Luz Long se apresuró a felicitarle en un abrazo que dicen que desquició a las autoridades nazis que estaban presenciando la prueba.

Jesse Owens fue el atleta estrella de Berlín con cuatro medallas de oro (100 m., 200 m., relevos 4X100 m. y longitud), pero más valiosa que las medallas fue la sincera amistad que nació entre aquellos dos hombres de diferente raza. “Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad que hice con Luz Long”, diría la leyenda olímpica que logró que sus éxitos irritaran al mismo Hitler que se negó a saludarle, aunque lo cierto es que, nieto de esclavos recolectores de algodón y víctima del racismo en su propio país, quien no quiso estrecharle la mano ni recibirle en la Casa Blanca fue el presidente Roosevelt.

Una amistad sólida

Aquella relación se mantuvo sólida incluso durante la II Guerra Mundial, hasta que Luz Long, movilizado en la Luftwaffe, perdió la vida durante los combates de la invasión aliada de Sicilia, en julio de 1943. Poco antes de su muerte escribiría: “Jesse, hermano. Ésta será mi última carta. Cuando acabe la guerra viaja a Berlín para ver a mi hijo y explícale quién era su padre. Y por favor, cuéntale cómo dos hombres de distintas patrias pueden convertirse en amigos”.

En 1951, Owens viajó a Berlín y habló con el hijo de Luz para explicarle que su padre fue su mejor rival, un estímulo para vencer obstáculos sintiéndose acompañado, sin importar la patria, ni la raza, ni la ideología; alguien que le hizo más grande, enriqueció su habilidad y le mostró el gesto más grandioso de aquellos Juegos del 36, cuando un caballero saltó sobre las distancias del racismo alcanzando el foso de la verdadera amistad.

lunes, 9 de enero de 2017

El salto de espaldas de Dick Fosbury

Ocurrió en el mismo año en que todo comenzó a cambiar. Los cimientos del mundo estaban temblando con las revueltas de París, con la primavera de Praga y, pocos días antes, con la salvaje represión a los estudiantes en la plaza de las Tres Culturas de México. Todo estaba cambiando en el mundo y también en el deporte, sobre todo cuando en el estadio Azteca, aquel atleta espigado y desgarbado, con el dorsal 272, inició una carrera de escasos metros, trazando una curva para aproximarse a uno de los momentos más importantes de la historia del atletismo. Fue cuando Richard Douglas Fosbury se elevó al cielo como nadie lo había hecho antes y escribió su nombre en el aire de un nuevo estilo.

Un mal saltador

Era un mal saltador de altura. No tenía la potencia suficiente para impulsarse lanzando una pierna, envolver el listón con el cuerpo y encoger la pierna de batida, girándola bruscamente, para evitar el contacto y el derribo. Aquella técnica que casi todo el mundo practicaba, el famoso rodillo ventral, constituía para él una insoportable incomodidad. Su entrenador, Berny Wagner, intentaba perfeccionar sin éxito su estilo, pero en realidad era un problema de facultades físicas. Por eso incluso le animó a que dejara el salto de altura y se dedicara a otra prueba. Y era verdad, Dick Fosbury no era potente, pero atesoraba un carácter perseverante, creativo y genial.

El rodillo ventral

Saltar envolviendo el listón con los brazos y las piernas era un verdadero problema. En realidad, el problema lo constituían los propios brazos y piernas del saltador, que por lo general eran la causa del derribo del listón. Así que Fosbury se planteó un salto limpio y despejado, sin extremidades que entorpecieran la batida ni el vuelo, es decir, un salto de espaldas. La idea no era nueva. Algunos atletas lo habían practicado, aunque era habitual que lo abandonaran por el riesgo de las lesiones. Hay que tener en cuenta que desde los primeros tiempos en que se practicaba el salto de altura, la técnica, además de la carrera, la aproximación, la batida y el vuelo, también contemplaba la caída, amortiguada al principio por arena y luego por colchonetas duras. El salto de tijera y el rodillo tenían la ventaja de calcular la caída apoyando las piernas, lo que garantizaba cierta seguridad. Pero la caída de espaldas era aún demasiado arriesgada, hasta que aparecieron las colchonetas blandas. Fue la clave para que Fosbury perfeccionara aquel nuevo estilo, acomodándolo a sus características.

El reconocimiento

Aunque sus progresos fueron formidables, la gente del atletismo le tildaba de loco. Hasta su entrenador le desanimaba. Cuando ganó el campeonato universitario de los Estados Unidos con aquella forma tan rara de saltar, logrando el pasaporte para los Juegos Olímpicos de México, comenzó a percibir cierto respeto. Y en el último día de los Juegos, el 20 de octubre de 1968, vivió su gran salto, tumbándose sobre el listón colocado a 2,24 metros, superando el rodillo ventral del gran favorito, el soviético Valentín Gavrilov y obteniendo la medalla de oro. Fue un reconocimiento a su constancia y una recompensa de tantas burlas soportadas.

Cuando en el estadio Azteca, aquel atleta espigado y desgarbado con el dorsal 272, inició una carrera de escasos metros y se elevó al cielo como nadie lo había hecho antes, todo comenzó a cambiar. Porque el mérito de Fosbury no fue aquella medalla, sino su talento, su genialidad y el legado de una nueva forma de saltar, de un nuevo camino que a partir de entonces siguieron todos los saltadores, escribiendo su nombre en el aire de un nuevo estilo universal, el fosbury flop, el salto de espaldas de Dick Fosbury.

miércoles, 20 de julio de 2016

El vallista que descubrió el ataque

Alvin Kraenzlein
En la carrera obsesionada por llegar el primero, los obstáculos en el camino son una maldición inoportuna. No valen los rodeos, ni los derribos, porque perder un segundo también supone perder demasiados metros. Sólo queda interrumpir a saltos el ritmo de las zancadas y continuar avanzando a trompicones. Hasta que un temperamento aguerrido se propuso retar a la maldición, convertirla en insignificante y correr con dignidad, no como saltamontes resignados al contratiempo.

De ascendencia germana, Alvin Kraenzlein nació en 1876 para cambiar la forma de correr y de saltar. Estadounidense de Milwaukee (Wisconsi), estudió en la Universidad de Pensilvania, y en ese ambiente se consagró como uno de los atletas más rápidos, completos y versátiles, especializándose en las carreras de vallas y en el salto de longitud.

No soportaba que, como ocurría desde las primitivas carreras de Oxford, la mecánica en el salto de vallas interrumpiera bruscamente la velocidad del corredor, así que Kraenzlein se propuso remediarlo buscando otra manera de enfrentarse al obstáculo. Lo logró lanzando una pierna extendida como una lanza (ataque), inclinando el tronco hacia adelante y replegando la pierna de impulso con la rodilla en alza para esquivar la valla como una caricia. Con aquella técnica de ataque y caricia, Alvin estableció los últimos récords mundiales de 110 metros vallas y 200 metros vallas del siglo XIX, marcas que perduraron bastantes años. Desde entonces, ya no se habló más de saltar las vallas, sino de pasarlas.

Los Juegos de París (1900)

Alvin Kraenzlein era uno de los atletas más populares cuando acudió a los Juegos Olímpicos de París de 1900, los más desafortunados de la historia desde el punto de vista de la organización, ya que se diluyeron en el oropel de la gran Exposición Universal, de tal manera que no hubo ceremonias de inauguración ni de clausura. Fue un grave error de Coubertin, que vio cómo las competiciones se devaluaron en su ciudad natal como simples espectáculos circenses que además sufrieron una prolongada duración de más de cinco meses, entre el 14 de mayo y el 28 de octubre, perdiendo por ello gran parte de su interés. Pero el atletismo, gracias entre otras cosas a la participación de Kraenzlein, pudo sostener la atención del público que acudió a las pistas del Bois de Bolougne para ver a los mejores corredores, saltadores y lanzadores del mundo.

La primera final en la que actuó Kraenzlein, la de los 110 metros lisos, fue emocionantísima. Su nueva técnica ya se había divulgado entre sus compatriotas, entre ellos John McLean, que se adelantó desde los primeros metros y fue en cabeza hasta la última valla, cuando Kraenzlein le alcanzó y le rebasó, sacándole medio metro de ventaja en la línea de llegada. También participó en la prueba de velocidad, los 60 metros lisos. Alvin ganó marcando un tiempo de siete segundos justos, con el también norteamericano, John Walter Tewksbury en segundo lugar. Ese mismo día, y con más claridad, sería campeón de los 200 metros vallas, salvando los diez obstáculos de 76 centímetros de altura en 25 segundos y cuatro décimas.

Polémica con agresiones

Pero sería el salto de longitud la prueba más polémica y controvertida. Kraenzlein no sólo era el favorito de las pruebas de vallas. El año antes había batido el récord mundial de salto de longitud volando sobre 7,43 metros, aunque poco antes de llegar a París, su compatriota, Myer Prinstein, saltó 7,50 metros. La rivalidad entre ambos saltadores y sus seguidores llegaría a su punto álgido en las pistas parisinas. En las normas del concurso se especificaba que las marcas de la clasificación servirían para la final, y en esa fase, Prinstein fue el mejor con un salto de 7 metros y 175 centímetros. Pero los organizadores fijaron la fecha de la final el sábado, 14 de julio. Prinstein, que profesaba la religión judía, no compitió por respeto al sabbat y porque confiaba en que su rival no lo haría, pero Kraenzlein, de religión cristiana, lo hizo superando a su gran competidor por un centímetro. El triunfo de Kraenzlein irritó tanto a Prinstein que éste, desde las gradas, saltó a la pista y llegó a agredir al campeón, pelea que se propagó entre los seguidores de ambos atletas.

En la carrera obsesionada por llegar el primero, los obstáculos del camino son una maldición inoportuna, pero aquel atleta nunca soportó que nadie le interrumpiera su ritmo de vencedor, ni siquiera en sábado. Kraenzleim consiguió en París cuatro triunfos olímpicos individuales en las pruebas de atletismo, un récord que aún no ha sido superado. Su temperamento aguerrido se propuso retar a la maldición y lo consiguió, lanzando una pierna extendida como una lanza o convirtiendo en insignificantes las fiestas o vallas que no pudieron superar los resignados al contratiempo.

sábado, 16 de julio de 2016

El lanzamiento prohibido de un récord del mundo

No llevaba boina, pero tenía pinta de aldeano. Quizás hubiera pasado desapercibido en cualquier lugar de la España de los años cincuenta, pero aquel atleta navarro, aunque nacido en Madrid, estaba a punto de competir en el estadio ‘Jean Bouin’ de París ante un distinguido público.

Cuando llegó su hora, se presentó con un caldero de agua y una esponja ante el estupor de los espectadores y técnicos. Quizás hubo demasiadas y maliciosas sonrisas en las gradas cuando el lanzador comenzó a mojar la jabalina con agua y jabón, la prolongó por la línea extendida de su brazo, escondiéndola en su espalda, y en vez de correr en línea recta, comenzó a girar como los lanzadores de martillo para soltarla con un latigazo enérgico. 

Nadie tomó una imagen de las caras del público que aún sostenían burlonas las sonrisas. Nadie observó cómo a medida que la jabalina volaba, aquellas sonrisas se iban convirtiendo en muecas confusas, casi grotescas, dibujando rostros de incredulidad cuando se clavó en la hierba a 83,43 metros de distancia. El récord del mundo del polaco Janusz Sidlo estaba entonces en 83,66 metros. Faltaban seis semanas para que comenzaran los Juegos Olímpicos de Melbourne de 1956 y todos habían visto que aquel “aldeano” de caldero y esponja, ni siquiera se había despeinado. Aquel lanzamiento de Miguel de la Quadra Salcedo comenzó a despertar la alarma en la IAAF (Federación Internacional de Atletismo Amateur).

Nueve veces campeón de España

Antes de conseguir la fama como reportero televisivo o aventurero y alma de la Ruta Quetzal, Miguel de la Quadra Salcedo había sido un atleta importante en el panorama nacional. Consiguió un total de nueve campeonatos de España, seis en disco, dos en peso y uno de lanzamiento de martillo, además de varias plusmarcas nacionales en lanzamiento de martillo y disco. Pero su nombre se hubiera escrito en letras de oro del atletismo si aquella técnica de lanzar la jabalina no hubiera escandalizado a los rivales y a los estamentos internacionales de este deporte. Aquella forma tan extraña de lanzar, fue idea del atleta vizcaíno Félix Erausquin, que se inspiró en los lanzadores de la barra vasca o palankaris. Los españoles lo habían practicado en las competiciones domésticas sin demasiados problemas. El mismo Erausquin, el guipuzcoano José Antonio Iguarán y el propio De la Quadra Salcedo, batían las marcas constantemente. Pero De la Quadra Salcedo participó en aquel encuentro en París contra la selección francesa y levantó la liebre.

Poco después, lanzó la jabalina a la increíble distancia de 112,30 metros, lo que hoy mismo hubiera supuesto un asombroso récord del mundo, ya que desde 1996, nadie ha podido batir la marca de los 98,48 metros del checo Jan Zelezny. El atletismo mundial quedó conmocionado, y se avivó el debate sobre aquella forma tan poco ortodoxa de lanzar la jabalina.

Miedo y polémica

El miedo de que unos provincianos con calderos arruinaran el prestigio y la estética de disciplinados deportistas, la mayor parte nórdicos, y se llevaran las medallas en Melbourne, encontró solución con el argumento de la seguridad. La IAAF interpretó que en el movimiento rotatorio, un lanzador inexperto podía impulsar la jabalina hacia el público con el consiguiente riesgo, y varió la reglamentación prohibiendo que la jabalina o el lanzador pudieran dar la espalda a la zona del lanzamiento. No sirvió para nada que la Federación Española recordara que lo mismo ocurría con el martillo y que las medidas de protección utilizadas podían ser las mismas. La injusticia se hizo patente cuando la fabulosa marca de De la Quadra Salcedo no se homologó, pese a que la prohibición de la técnica rotatoria se introdujo después del lanzamiento.

De la Quadra Salcedo nunca se desmoralizó. Con el más puro espíritu de Coubertin, tuvo el honor de viajar a Roma en 1960 para representar a España en los Juegos Olímpicos. No quiso ir con el resto de la delegación y viajó desde Pamplona a la capital italiana, con su hermano, en una vespa. En Roma fue reclamado para hacer varias exhibiciones de su forma de lanzar la jabalina. Pero su mayor disfrute fue el de viajar a Olimpia, la ciudad sagrada. Al abrigo de la noche, portando el idealismo de los antiguos griegos que personificó en la figura de Telémaco, corrió y lanzó en el antiguo estadio, sin límites ni prohibiciones que le impidieran batir un nuevo récord del mundo, el del romanticismo.

lunes, 11 de julio de 2016

Lorenzo Gutiérrez, el atleta de la mano tendida


En el duro camino donde sufren las piernas y se agota el aire, la adversidad de la caída es una prueba exigente y acaso cruel. El cuerpo se desequilibra, adopta las más ridículas posiciones para recuperar el centro de gravedad y, en pleno anuncio del fracaso, las manos se extienden para amortiguar el golpe. Ya en el suelo, siempre hay un instante en el que la tentación de rendirse aparece en escena. Parece formar parte del metabolismo del máximo esfuerzo y es breve pero intensa. Hasta que entre los corredores que te sobrepasan, uno de ellos interrumpe su ritmo, se para ante ti y extiende su brazo para ayudar a levantarte.

Algún periodista de San Sebastián se atrevió a escribir que el laredano Lorenzo Gutiérrez era capaz de ganar al gran Fernando Aguilar, un fondista que se había convertido en el eterno rival de Mariano Haro y que apodaban ‘El galgo de Aretxabaleta’ porque iba a todos los sitios corriendo. Dominador de las primeras posiciones de aquella carrera guipuzcoana de campo a través, Aguilar, seguido muy de cerca por el atleta cántabro, no pudo evitar caerse cuando pisó una pequeña depresión del terreno oculta en la hierba mal segada. Pero Lorenzo se negó a pasarle. Se detuvo ante su rival, le tendió la mano y le ayudó a incorporarse a la carrera. Aguilar entró en la meta antes que Lorenzo, pero el periodista había acertado, porque aquella mano tendida fue el gesto de un verdadero campeón.


El descubrimiento de su  don

Lorenzo Gutiérrez González (Laredo, 1942), descubrió su don cuando con doce años acudió con otros “flechas” a un campamento del Frente de Juventudes en Espinosa de los Monteros. Su jefe de centuria era un atleta de Torrelavega que para distraer a los chiquillos organizó una carrera donde él mismo participó dando ventaja de varios metros a sus pupilos. 

Lorenzo, cuya timidez le hacía casi invisible en el grupo, no era consciente de su capacidad hasta que se vio en cabeza del grupo. Miraba atrás sorprendido por la ventaja que llevaba, y el jefe de centuria, que superó a todos los críos, tuvo que intensificar el ritmo para dar caza a aquel rapaz justo al llegar al árbol que servía de referencia de meta. “Tú corres mucho, chaval”, le dijo jadeando tras el esfuerzo del sprint. 

Ya con dieciséis años, no resistió la tentación de acudir a un cross que el Frente de Juventudes organizaba en Cabezón de la Sal. Pagaban el viaje en autobús y ofrecían un bocadillo. Era suficiente. Entre los más de setenta jóvenes que participaron, Lorenzo Gutiérrez quedó el tercero. Así comenzó su trayectoria deportiva. Siendo junior, fue subcampeón de España de cross y subcampeón de España de 5.000 metros lisos. 

Un día, recibió en su casa una carta de un general invitándole a hacer el servicio militar voluntario en San Sebastián, donde se había creado el Club Atlético Jaizkíbel. Y allí se marchó, colaborando en la obtención del Campeonato del Mundo Militar de Cross por Equipos del CISM (Conseil International du Sport Militaire). Por mediación del también atleta Alberto Díaz de la Gándara, fue becado en la Residencia Blume de Barcelona durante tres años. Medalla de bronce en el Campeonato de España senior de cross, participó en varias pruebas representando a España, como en los Mundiales de Dublín, Ostende y Túnez. 

En Cantabria no tenía adversarios en las carreras de fondo. Durante años, conservó el récord de Cantabria absoluto de 800, 1.000, 1.500, 2.000, 3.000, 5.000 y 10.000 metros lisos, además de 3.000 metros obstáculos y maratón. También fue en siete ocasiones campeón de cross.

Con Abebe Bikila y Alain Mimoun

Compitió en dos ocasiones con el legendario Abebe Bikila, famoso por ganar descalzo la carrera de maratón de los Juegos Olímpicos de Tokio. La primera fue en Elgóibar, y la segunda en el Cross Internacional de Lasarte, donde logró entrar por delante del etíope. También ganó a otro campeón olímpico de maratón, al francés nacido en Argelia, Alain Mimoun, que obtuvo el triunfo en Melbourne. 

Fue el 3 de enero de 1965, en el cross de Chartres (Francia). Aquel día, fue Lorenzo el que resbaló estrepitosamente al pisar la nieve helada. Pero en aquel duro camino donde sufren las piernas y se agota el aire, la adversidad de la caída fue una bendición, porque en el instante en el que la tentación de rendirse apareció en escena, uno de los corredores interrumpió su ritmo y extendió su brazo para ayudar a levantarle. 

Era el gran Mimoun, atleta ensombrecido por Emil Zatopek que tuvo que conformarse con las medallas de plata en 10.000 en los Juegos Olímpicos de Londres y Helsinki, y de 5.000 metros también en Helsinki. Lorenzo quedó sexto en la prueba y superó a Mimoun, quizás gracias a aquella mano tendida del gran atleta francés.

Lorenzo Gutiérrez se retiró de la competición en 2004, después de ser campeón de España de Veteranos en 5.000 y 10.000 metros lisos, logrando la tercera marca mundial del año de mayores de sesenta años en los 5.000. Hoy sigue corriendo y nadando a su ritmo por la playa de La Salvé, consciente de que la verdadera meta no es una línea que hay que rebasar antes que nadie, sino unas manos entrelazadas de dos rivales que se ayudan para caminar juntos.
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