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miércoles, 2 de febrero de 2022

Jan Abascal y el oro (robado) de Moscú



“No corta el mar sino vuela”, que diría José de Espronceda del ‘flying dutchman’ (holandés errante o volador) con el que Jan Abascal se trajo el oro de los Juegos Olímpicos de Moscú (1980). Fue el primer oro de la vela española, un triunfo que tenía mucho de desquite, porque cuatro años antes, en los Juegos de Montreal, la rotura de una cincha privó a Abascal y al guipuzcoano Benavides de una medalla cuando ya habían conseguido ganar tres regatas. Pero en 1980, aquel barco de 6,05 metros de eslora, 1,70 de manga y tres velas, voló sin averías sobre las aguas de Tallin (Estonia) despeinando todas las expectativas de los rivales.

El regalo de su padre

Aquel oro fue un sueño para el deporte español que en la historia olímpica sólo había conseguido uno en los lejanos Juegos de Ámsterdam (1928), triunfo del equipo de hípica donde participó el jinete cántabro Julio García Fernández de los Ríos. Un sueño, el de Jan Abascal, para el que parecía estar predestinado, porque tener un padre carpintero de ribera, dedicado a construir pequeños veleros, puede marcar el destino de cualquier persona, y más si contemplaba absorto cómo día a día avanzaba la fabricación artesanal de aquel pequeño barco con el que Jan Abascal se estrenaría en las aguas santanderinas de San Martín. Así que, mientras algunos niños soñaban con grandes aventuras con sus barquitos de juguete en el estanque o con los de papel en algún charco, Alejandro Abascal García (Santander, 1952) las experimentaba en la bahía con nueve años a bordo del ‘cadete’ que su padre le había hecho y regalado por las buenas notas en el colegio. 

Pescadores sacándole del agua

Provisto de su chaleco salvavidas y de los consejos paternos, las aventuras infantiles de aquel chaval consistían en intentar no volcar en cada maniobra, algo difícil de evitar en los comienzos donde caritativos pescadores le sacaban del agua empapado de ganas de repetir el embarque y corregir los fallos. Con aquella tenacidad marítima en la sangre, el joven Abascal descubrió los secretos del viento y de la navegación. Primero fueron los campeonatos sociales del Real Club Marítimo de Santander, luego las regatas juveniles donde se alzaría con el título de campeón de España de ‘Snipe ‘(1971), siempre con barcos fabricados por su padre, como en 1974, cuando con 22 años ganó el Mundial de ‘Vaurien’, velero que aún conserva como una reliquia.

La decepción de Montreal

Aquel mundial le cambiaría la vida. La Federación Española de Vela prestó atención al éxito y le propuso trasladarse a Palamós para preparar su participación en los Juegos Olímpicos de Montreal (1976). Tuvo que aplazar sus estudios de Física en la Universidad de Cantabria y cambiar la bahía de Santander por las aguas del Mediterráneo. La modalidad era el ‘flying dutchman’, una embarcación de orza móvil considerada como la fórmula 1 de la vela ligera que por su velocidad también acarrea serias dificultades de manejo. La preparación, más intuitiva y autodidacta que metódica tuvo sus frutos. En las aguas canadienses de Kingston, las primeras regatas colocaron a la pareja Abascal-Benavides entre las candidatas más serias para optar a las medallas, hasta que la rotura de una cincha de amarre desinfló las esperanzas relegándoles a la séptima plaza. La decepción del cántabro contrastó con la plata de su paisano Antonio Gorostegui en 470. Pero Abascal había aprendido muy bien a salir a flote cuando todo volcaba.

Seguridad de "gimnasia de cuello"

La preparación de Moscú contó con el motor de la experiencia. Abascal y el barcelonés Miguel Noguer como tripulante, hicieron podio en todos los mundiales hasta los Juegos. Se sentían seguros y favoritos. Cuidaron de los más insignificantes detalles.  De las aguas bálticas de Tallin conocían las corrientes, los cambios de los vientos y no descuidaron los reglajes para saber la forma de navegar en cada prueba. Hasta las bromas y las risas pensaban en los Juegos. Hacían “gimnasia de cuello” para recibir con soltura el peso de la medalla. Y todo salió bien. El barco azul de los españoles se impuso de forma clara después de seis regatas, en las que quedaron primeros en tres de ellas, segundos en una y cuartos en dos. No hizo falta salir en la séptima. Ya eran campeones.

Como aquel oro de las divisas del Banco de España en 1936, la medalla de oro que Abascal se trajo de Moscú fue robada en su domicilio poco después. Menos mal que el COI le hizo llegar una réplica, aunque nadie podrá nunca quitarle aquel éxito ni el tesoro de haber aprendido a salir a flote en la vida cuando vuelca nuestra embarcación.


jueves, 15 de septiembre de 2016

El ‘Cuco’ y las primeras regatas

Un balandro de la época en la bahía de Santander
Viento, mar y salitre; telas que se estiran y proas de madera que cortan las olas. El agua salpica las pieles curtidas y el vaivén de la cubierta no puede romper el equilibrio de los pies anclados y las manos sujetas al timón.

El placer de navegar por navegar ya se ha metido en la sangre de los jóvenes de Santander. Cuarenta y dos de ellos crearon el Club de Regatas y comenzaron su actividad. Poco a poco, se puso en liza a remeros y tripulantes de botes a vela. Y fueron aparecieron barcos que lucirían en su palo el grimpolón del Club de Regatas. El ‘yachting’ se estaba poniendo de moda y en Santander se botaría el más grande balandro de recreo de la costa cantábrica. Arqueando unas doce toneladas, duro y marinero, su dueño, José Abascal, quiso construirle en la ribera de El Astillero, donde se hicieron las famosas naves de guerra, y que le bautizara el mismo sacristán de la catedral, Ciriaco Rubio, con aquel nombre tan peculiar y santanderino: El ‘Cuco’.

El ‘Cuco’ obtuvo los primeros éxitos de la vela santanderina. En 1883, cruzó apuestas con otros barcos bilbaínos para hacer el trayecto Santander-Bilbao y Bilbao Santander en menos tiempo, pero un enorme temporal dejó a los barcos vascos sin botalón ni botavara, arrastrándolos a la deriva. El ‘Cuco’ eludió los destrozos, pero la apuesta quedaría en pie. Al año siguiente, la prensa se volcó en la organización de una regata en Santander que se celebró el 29 de julio. Participaron barcos cántabros y vizcaínos. Ganó el ‘Cuco’ ante el vuelco del ‘Montebello’.

La más reñida

Pero la más reñida de todas aquellas primeras regatas fue la que se celebró el 2 de agosto de 1885, también en Santander, entre barcos santanderinos y bilbaínos. La flota cántabra estaba compuesta por el ‘Cuco’, el ‘Marina’ el ‘Ana María’ y el ‘Anita’, mientras que los vascos contaban con el ‘Felicia’, el ‘Chirta’, el ‘Montebello’ y el ‘Esperanza’. Era una prueba de seis millas. Para su organización, se habían preparado dos embarcaciones de apoyo, ambas de la ‘Corconera’, empresa de vaporcitos de la bahía que se distinguían por su número y prestaban varios servicios.

El disparo de cohetes anunció la salida del Corconera número 7, a bordo del cual iba el jurado y los socios del Club de Regatas. Luego lo haría el Corconera número 6, también llamado ‘Hércules’, por ser el más grande de todos, y que partiría engalanado de banderas y gallardetes, llevando a un público selecto, entre los que se encontraban hermosas e intrépidas damas, y a la banda municipal, que en proa tocaba varios números musicales. Toda la línea de la costa estaba llena de curiosos, algunos provistos de gemelos para seguir la regata.

Desde el Corconera número 7, colocado a sotavento de la boya, se hicieron las señales de prevención y salida. Y con viento del Nordeste, los barcos partieron a las tres de la tarde. El número 7 cruzaba en todas direcciones para auxiliar a los veleros que lo necesitaran, mientras que el número 6, se mantenía en la entrada de la bahía, como espectador. En él habían embarcado algunos periodistas, entre ellos José Estrañi, director de ‘El Cantábrico’ y famoso pacotillero.

El periodista asustado

A media regata, el viento dio un cambiazo y sopló de Noroeste, sorprendiendo a algunas embarcaciones. Hubo mucha igualdad y muchos nervios, no tanto entre los balandros que participaban, como en el Corconera número 6, donde Estrañi, nacido en Albacete y con escasa experiencia en asuntos de la mar, estaba más pendiente de las maniobras del patrón, señor Bohigas, que la de los barcos que entraban en el regateo, porque asustado por los cohetes que se lanzaban desde el barco, corría de proa a popa, o viceversa, como pollo sin cabeza. Dicen que uno de los cohetes salió culebreando en otra dirección y pasó rozando una de las orejas de Estrañi que tardaría mucho en recuperarse del soponcio. Acaso por eso el resultado de la regata fue incierto. Unos, como ‘El Aviso’, aseguraron que el ganador fue el ‘Cuco’, mientras que otros hablaron de una discutida decisión por el puesto de honor entre el ‘Cuco’ y el ‘Chirta’ que causó polémica y algo más, porque hubo bronca en el barrio de pescadores entre cántabros y vizcaínos (llegados éstos para vender su pesca), esgrimiendo ambas partes los remos como arma de combate.

Al final todo quedó en concertar una apuesta entre el ‘Cuco’ y el ‘Chirta’ a base de salvar en menos tiempo la distancia entre las dos barras de Bilbao y Santander. Pero nadie supo nunca cómo terminó aquella discusión.

Viento, mar y salitre; telas que se estiran y proas de madera que cortan las olas. El agua salpica las pieles curtidas y el vaivén de la cubierta no puede romper el equilibrio de los pies anclados, excepto los de José Estrañi, que sigue corriendo de proa a popa, o viceversa, como pollo sin cabeza, sin prestar atención a la gloria del balandro más victorioso y formidable del Cantábrico: el ‘Cuco’.

jueves, 18 de agosto de 2016

La gran derrota del miedo a nadar

Amós de Escalante
El miedo es la prisión del corazón. Es cierto que los baños de ola de El Sardinero invitaron a los jóvenes a entrar en contacto con el mar. Pero aún eran escasos los que se aventuraban a nadar. No bastaban las maromas ni los bañeros para que se sintieran seguros los bañistas, temerosos del peligro que alentaban las noticias de algunos ahogamientos.

Y durante muchos años, el horror al mar fue la sensación de la mayor parte de los santanderinos del XIX. Pero hubo hombres y mujeres que dejaron de contemplar ese temor desde la ociosidad y, liberados de oscuros pensamientos, se lanzaron al agua dispuestos a abandonar el miedo, conscientes de que con su compañía, nadie llegó a lugares que merecen la pena.

Y entonces, toda una generación se dejó llevar por el valor de un poeta, Amós de Escalante (Santander, 1831-1902), que ante el asombro general, fue capaz de cruzar nadando la bahía de Santander. Aquella experiencia le serviría para escribir en ‘Costas y Montañas. Diario de un caminante’, una de las primeras referencias literarias a la natación, cuando “un hombre de poblada barba y recio busto”, en la playa castreña de Brazomar: “Llegóse a la orilla… /… y entrándose por medio de los que sentados o en cuclillas estaban a mojo asidos a una maroma, o a las manos callosas del marinero que los asistía, se arrojó sobre la espuma de una ola con el aire resuelto y tranquilo de los avezados a tales ejercicios. Sumergióse luego para salvar la rompiente, y salvada, nadó mar adentro con brazo vigoroso, levantándose sobre los anchos lomos de las olas que se sucedían. Único nadador en aquella hora, rompía la monotonía de la escena, y, naturalmente, se llevaba la atención de cuantos en la ribera estaban..."

El nadador descrito por Amós de Escalante preocupó en demasía a los salvavidas, “hombres diputados por el municipio para vigilar imprudencias y prevenir desgracias”, quienes desde tierra, a grandes voces y moviendo los brazos, advirtieron del peligro de tanto alejarse de la orilla. Cuando llegó a ella, aunque denostado de temerario, “con igual calma que había recibido los rociones del mar, recibió el bañista la reprensión del veterano, y sin encogerse de hombros siquiera, salió del agua mudo y tranquilo como había entrado”.

Los pioneros

La hazaña de Amós de Escalante, “nadador de los más intrépidos de la costa”, según aseguraba Marcelino Menéndez Pelayo, comenzaría a descubrir nombres con sabor a héroes, pioneros de la natación santanderina que abrirían el camino del valor al siglo XX, como Carlos Pombo, Senén Diestro, los hermanos Quintana, los hermanos Castañeda, Ramón Solano, el conde de Mansilla… y luego, tras la fundación del Club Náutico Montañés (1916), a los ganadores de las primeras competiciones en la dársena de Molnedo, en Puertochico, como Miguel González, Silvio Seoane, Elías Martínez o la poetisa Ana María Cagigal

El miedo es la prisión del corazón. No bastaban las maromas ni los bañeros para que se sintieran seguros los bañistas, temerosos del peligro que alentaban las noticias de algunos ahogamientos. Hasta que Amós de Escalante dejó de contemplar el miedo y se lanzó al agua dispuesto a someterlo con el vigor de su acción y el talento de su creatividad literaria. Y todos nos lanzamos al agua detrás de él.

lunes, 1 de agosto de 2016

Jesús Fiochi, el jerarca de las espumas del mar

Jesús Fiochi continúa practicando en la actualidad
Sólo con mirarlas, despiertan el espíritu humano que goza con el poder de la dominación. A veces son pequeñas, dóciles y mansas; otras se levantan gigantescas, iracundas y poderosas. Sus rizos de espuma blanca se alborotan enérgicos. Parece que mueren plácidamente en la arena o estrellándose contra las rocas, pero nos engañan. Porque siguen meciéndose rítmicamente en los pensamientos para erosionar lo indestructible, inspirar al poeta y retar al aventurero con alma de conquistador.

Jesús Fiochi (Santander-1943), es uno de esos aventureros que no puede resistir la tentación de perseguir cualquier oleaje. Su facilidad para la práctica deportiva se deleitó en el baloncesto, donde compitió con el juvenil de La Salle, y con el ciclismo, pedaleando en el equipo de Bodegas Viota. Pero su vocación siempre estuvo en el agua. De niño, su objeto más preciado fue un aparejo de pesca. Se familiarizó con la vela navegando con Fernando Pombo y se convirtió en uno de los mejores nadadores de Cantabria, siendo campeón regional en 100, 200 y 400 metros libres, viajando a Tenerife para representar a Cantabria en el Campeonato de España con Orlando de la Hoz.

Descubrió el surf, como muchos jóvenes de los años sesenta, admirando fotografías de olas hawaianas en las revistas. Parecía un deporte inaccesible, con aquellas olas oceánicas tan monumentales. Pero un buen día, en el cine Kostka, se proyectó un documental donde se mostraba cómo las tablas también podían deslizarse sobre olas más pequeñas, como las que llegaban a Santander. Fue un descubrimiento que le obsesionaría.

Mientras entrenaba en la piscina del Frente de Juventudes, con sus amigos José Manuel Merodio y Carlos Beraza, no dejaba de pensar en las tablas de surf. Cada una de sus brazadas parecía perseguir una ola imaginaria que nunca alcanzaba. Soñaba con subirse a su cresta y acompañarla en su rompiente hacia cualquier lugar.


El descubrimiento

En el mes de febrero de 1965, Jesús abrió la puerta del viejo casetón, ubicado en lo que hoy es el CEAR de Vela, y ocurrió algo mágico. En aquel almacén donde se refugiaban las pequeñas embarcaciones durante el invierno, un rayo de luz le alumbró en el suelo un ejemplar de la revista francesa ‘Bateaux’. Entre sus páginas, había publicidad de ‘Establecimientos Barland’, dedicados a la venta de productos de navegación en Bayona, donde aparecían unas preciosas tablas de surf. Fue providencial el viaje que sus padres tenían previsto al sur de Francia con su hermana Asun. Les pidió que pasaran por Bayona y se interesaran por las tablas. Su hermana le llamó por teléfono desde la misma tienda y Jesús le pidió que comprara una. Cuando Asun describía los modelos, Jesús la interrumpió en cuanto escuchó el color de una de ellas: “¡Ésa, la roja!”. Era de poliéster, medía 2,90 metros de altura, pesaba 18 kilos y costaba cinco mil pesetas, de las de entonces. Pero había que solucionar el problema del transporte.

El Racing y la primera tabla de surf

Su padre, también de nombre Jesús, había sido directivo del Racing con Manuel San Martín y era amigo de José Luis Terán, otro directivo que había sido presidente. El equipo tenía que disputar su partido de Liga en el estadio de Gal, en Irún, contra el Real Unión, el domingo, 21 de marzo. El partido terminó con empate a cero, y Rafa Yunta, entonces entrenador, alineó a Larzábal; Jiménez, Gómez, Salvador; Sastre, Raba; Chapela, Gento III, Abel, Puente e Isidro. El mismo domingo, el autocar del Racing regresó a Santander. En su baca iban los habituales cestos con la ropa sudada y las botas sucias, pero también con un enorme y pesado paquete que Terio Somonte tuvo que subir con la ayuda de monsieur Barland, que personalmente transportó la tabla hacia la localidad fronteriza. El lunes, Jesús recibió la llamada del Racing para decirle que había llegado su “piragua”. Su amigo Miguel Sainz Aja, se la llevó a casa en un ‘cuatro-cuatro’. Al día siguiente, 23 de marzo de 1965, Jesús Fiochi, logró ponerse de pie sobre una ola de la Primera Playa de El Sardinero que rompió domesticada, despertando el espíritu humano que goza con el poder de la dominación. Cinco años después, Jesús y sus hermanos José Manuel y Rafael, coparon por este orden los tres puestos de honor del primer Campeonato de España de Surf, disputado en las playas de Bakio, Sopelana, El Sardinero, Somo, San Lorenzo y Tapia de Casariego.

Después de tantos años, las olas siguen meciéndose rítmicamente en los pensamientos para erosionar lo indestructible, inspirar al poeta y retar al aventurero con alma de conquistador, como Jesús Fiochi, jerarca respetado de los oleajes y pionero del surf en España gracias a una tabla que llegó en la baca del autocar del Racing.

domingo, 17 de julio de 2016

Los remos en alto de los pedreñeros

Hunde el remo doblándolo como vara de avellano. Las dos embarcaciones están demasiado cerca y sus palas casi se tocan. Apenas se ha iniciado el bogar para completar las cuatro millas. No sabe qué es más salado, si el sudor de su frente o el salitre que el viento le quema la cara. Tampoco sabe cuál es el ritmo que impulsa su tronco y sus brazos, si los gritos del patrón marcando las paladas o el crujir de los estrobos y toletes. O acaso los octosílabos del poeta: “Avante, pues, pedreñero,/ boga, boga, más y más,/ que el mar se torna espumero/ do rima trovas el viento/ de tus remos al compás…”

Se han preparado a conciencia para batirse en el agua. Cuando los barcos llegaban de la pesca y dejaban en el muelle los carpanchos de sardinas y chicharros, ellos salían de nuevo a mar abierta, a ejercitarse hasta las Quebrantas y la Isla de Santa Marina. Y por fin llegó el gran día, el 21 de septiembre de 1919. 

La prueba tiene garantías de seriedad. Está organizada por el Club Náutico Montañés, con la siempre excelente disposición del marqués de Valdecilla, Ramón Pelayo, donante de una copa de oro que lleva el nombre del rey: la Copa Alfonso XIII. Además de la copa, el ganador recibirá un premio en metálico de 500 pesetas. Participan cinco embarcaciones: ‘La Flor’, de las Presas; ‘María Cruz’, de Peñacastillo; ‘Rosalía’, de Santander; ‘María de los Ángeles’ de San Martín y los ‘Santos Mártires’ de Pedreña. Esta última es la que está patroneada por Ti-Alfredo (Alfredo Bedia Vélez), hombre curtido por el viento y los soles del Cantábrico que en 1895 ganó como remero la famosa bandera de Los Cabildos. En su barco de pedreñeros hay varios familiares suyos, como sus hermanos, Generoso y Antolín Bedia, y sus hijos, Julio, Hilario y Venancio Bedia Sota. También reman otros Bedia, como José Bedia Sierra, que años más tarde sería el afamado patrón Pepe Bedia, así como los hermanos Román y Jacinto Castanedo Bedia y Amalio Bedia Rodríguez. El resto de los doce remeros de los ‘Santos Mártires’ son Esteban Portilla Oria, Diego Portilla Portilla y Manuel Corino Teja.

Suena el cañonazo

A las cinco y doce minutos suena el cañonazo y comienza la regata. Las camisas blancas de los remeros esconden brazos de cabria y pechos de fuelles. Sus caras de bronce viejo se arrugan dibujando expresivas muecas de esfuerzo. La boga es vigorosa desde el principio, y aunque nadie es capaz de asegurar qué trainera ha tomado la delantera, algunos intuyen que es la proa de los ‘Santos Mártires’ la que recorta el agua con más filo.

Cuando llegan a la primera boya se confirma la previsión. Los pedreñeros entran y salen de la maniobra en primer lugar. Luego le sigue ‘La Flor’ a una distancia de un largo aproximadamente, y en tercer lugar, con una ciaboga bastante deficiente, navega la ‘María Cruz’, que poco después, a unos cuatrocientos metros de la primera boya, abandona la regata. La pugna entre los ‘Santos Mártires’ y ‘La Flor’ deja atrás a la otra traina, mientras que los pedreñeros aumentan la ventaja sobre sus seguidores.

A punto de enfilar la línea imaginaria de la llegada, alguien cuenta 45 paladas por minuto, y en esa boga profunda, el barco de Pedreña entra victorioso mientras el aire se escandaliza con aplausos, lanzamientos de cohetes y sirenas de los barcos que han contemplado la lucha de los hombres de mar en los muelles santanderinos. Es cuando los remos se desarman, flotando descansados, arrastrados e inertes por la inercia del navegar y luego, recuperados y altivos, se alzan en señal de triunfo, como mástiles que esperan vestirse con una bandera.

Aún jadean los remeros, dudando si es más salado el sudor de su frente o el salitre que el viento les quema las caras. Tampoco saben cuál fue el ritmo que impulsó sus brazos, si los gritos del patrón marcando las paladas o el crujir de los estrobos y toletes. O acaso haya sido el de los octosílabos del poeta: “En alto tienen los remos/ y más en alto las frentes,/ y aún vienen bogando lejos,/ admirados y maltrechos,/ los que creyeron vencerles…” 

Aquella tripulación fue el principio de una serie de éxitos que convertirían a la S. D. de Remo Pedreña en el orgullo del Cantábrico. Ganó el primer campeonato de España de Traineras celebrado en Portugalete en 1944, logrando el triunfo también en 1947, 1948, 1965, 1966, 1967, 1968 y 1970. En 1945 fue la primera embarcación no vasca que obtuvo la Bandera de la Concha, que también conseguiría en 1946, 1949, 1976 y, por qué no decirlo, también en 2005, porque la justicia del esfuerzo en la mar siempre se impondrá a los caprichos partidistas de jueces de regata que no saben perder. Así que, incluso aquel día, los remos inertes por la inercia del navegar, se recuperaron altivos para alzarse en señal de triunfo, como mástiles que esperan una bandera que siempre flameará al son de la lírica épica: “Por Cantabria, que tiene por galas/ los harapos de sus navegantes,/ levantad, remadores, las palas/ de los remos como armas triunfantes…”
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