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domingo, 18 de abril de 2021

Mercedes Ateca, la primera campeona ciclista


El zumbido de las cadenas de las bicicletas sonaba por los Campos Eliseos de París. El público ya esperaba la llegada de los corredores en la última etapa del Tour de Francia. Pero aquellas bicicletas no eran las de los famosos que día a día eran perseguidos por los reporteros para informar del acontecimiento deportivo. Eran las bicicletas de unas corredoras que, a modo de teloneras, aliviaban la espera de los madrugadores que buscaban el mejor acomodo para ver a sus ídolos.

En el último tramo de aquella carrera femenina, una de las chicas se escapó del pelotón y entró en solitario en la meta. En la tribuna, alguien comentó que aquella chica era española. El gran Federico Martín Bahamontes, invitado de honor a la fiesta del Tour, estaba al lado del presidente de la Federación Española de Ciclismo. Ambos se miraron y Martín Bahamontes hizo la pregunta clave: ¿Por qué no tenemos campeonato de España de ciclismo femenino? 

Mercedes Ateca Gómez era aquella chica que entró victoriosa en los Campos Eliseos e inspiró la pregunta de Bahamontes. Nacida en la localidad cántabra de Udalla (Ampuero) en 1947, fue en esta localidad donde comenzó a pedalear y a disfrutar del espectáculo del ciclismo, cuyas carreras solía frecuentar, también animada por la afición de alguno de sus hermanos, entre ellos Fernando Ateca que fue corredor, aunque destacaría más como organizador de certámenes y como directivo, tanto en la Federación Cántabra, donde fue presidente, como en la Federación Española como vicepresidente.

La estancia en Francia

La trayectoria deportiva de Mercedes se ampliaría cuando decidió ir a trabajar a Francia en la hostelería, instalándose en París en una casa que tenía al lado un circuito cerrado de bicicletas donde solía acudir para ejercitarse. Cuando sus amigos comprobaron sus excelentes condiciones físicas, la animaron a que sacara la licencia deportiva. En aquella época, en España todavía no se permitía a la mujer practicar ciclismo en competiciones oficiales, pero en París su afición se renovaría gracias a otra de sus inquietudes en la vida, su amor por la Naturaleza. Integrada en un grupo ecologista, no dudó en apuntarse con entusiasmo a una iniciativa para visibilizar la necesidad de cuidar del medio ambiente y que consistía en llevar a cabo una ruta en bicicleta desde París hasta Roma con el lema “Salve a la Naturaleza”. Mercedes no sólo realizó la ruta hasta Roma, sino que la prolongó desde la capital italiana hasta Cantabria para ver a sus padres. Aquella experiencia cicloturista la animaría a incorporarse a las competiciones. Participó en diversas pruebas en Francia, Holanda, Suiza y Luxemburgo con el equipo Peugeot, y en España, con la Peña Ciclista Santisteban.

El primer Mundial

Mercedes Ateca viajaría a Colonia representando a España en 1978 para disputar el Mundial de Ciclismo en el circuito de Brauwiller que se disputó el 23 de agosto, convirtiéndose en la primera mujer que disputó la prueba en un Mundial. Mercedes tuvo que conformarse con el puesto 52, a cinco minutos y un segundo de la ganadora, la alemana Beate Habetz. Aunque algunas fuentes señalan que también participó Montserrat Torres, lo cierto es que no hay rastro de ella en las referencias clasificatorias que la prensa publicaría al día siguiente. Mercedes también participaría en el Mundial de 1979 celebrado en la localidad holandesa de Vlahemburg, cerca de la frontera belga.

El primer campeonato de España femenino

Tras la participación de Mercedes en el Mundial y los comentarios de Bahamontes al presidente de la Federación, por fin se decidió organizar el primer campeonato de España femenino en 1979 en el circuito de Cabezo de Buenavista de Zaragoza. Fueron 16 vueltas a un circuito de 1.250 metros donde se impuso la corredora cántabra con un tiempo de 40 minutos, proclamándose primera mujer con el título de campeona de España. La calidad de Mercedes se confirmaría al obtener el campeonato tres veces consecutivas (1979, 1980 y 1981), paralizando su ritmo de victorias una rotura de clavícula por una caída en 1982. En 1983 quedó quinta, tras otra caída cuando marchaba en primera posición, y en 1984 obtuvo la segunda plaza entre los 35 participantes que acudieron al circuito de Montjuïc, obteniendo el título la joven vallisoletana, María Luisa Izquierdo.

Mercedes fue la primera mujer española que intervino en carreras internacionales fuera de nuestro país y que con su ejemplo y su empeño impulsaría de una manera decisiva este deporte entre las mujeres. Rompió moldes cuando participó en el Campeonato del Mundo de Ciclismo en ruta en Colonia (Alemania) y al año siguiente logró el primer Campeonato de España. Toda una pionera e impulsora del ciclismo que falleció en 2021.

miércoles, 8 de julio de 2020

El primer triunfo de Vicente Trueba, ensombrecido por la muerte en carrera de su rival

Vicente Trueba escalando un puerto de montaña


Dicen que comenzamos a morir en el mismo momento en que nacemos y que la vida, como un testigo en una carrera de relevos, es la prenda que los que terminan el trayecto entregan a quienes lo inician. Así se continúa construyendo el sueño conjunto de la inmortalidad, recorriendo distancias, cuesta arriba y cuesta abajo, hacia la meta de la esperanza.

El Gran Premio Gorordo

También la vida y la muerte se dieron cita, cuesta arriba y cuesta abajo, en aquella carrera ciclista de 1925 que se celebró el 16 de agosto, festividad de San Roque, subiendo y bajando el puerto de la Braguía (Cantabria). Era la II Copa Directivos que ponía en liza el Gran Premio Gorordo. El recorrido Santander-Ontaneda-Vega de Pas-Sarón-Santander atravesaba como punto más determinante el puerto de La Braguía, separador de los valles del Pas y del Pisueña. Hacía un calor sofocante y entre los corredores, escoltados por sus respectivos hermanos, eran favoritos José Sierra, ya consagrado con varias victorias, y Vicente Trueba, joven y principiante que había demostrado unas cualidades excepcionales sobre la bicicleta.

La lucha y la caída

La cabeza del pelotón y la iniciativa de la lucha la llevaban Pepe Sierra y Vicente Trueba. Remontó Pepe el alto del Cerro del Establo y se lanzó por la Braguía en busca de Vicentuco, que le había desbordado subiendo la cúspide. Trueba, menudo y dotado de un poder extraordinario para trepar por las montañas, fue pegado a la rueda de Pepe que cedió en el último tramo, escapándose Vicente. Y Pepe quiso alcanzarle y en el mismo alto, materialmente agotado, sin un momento de reposo, se tiró cuesta abajo y pasados unos metros cayó al suelo.

Nunca se supo lo que le pudo ocurrir. Hubo quienes dijeron que un vehículo le estorbó produciéndole la caída. Otros le echaron la culpa al tubular que al salirse le hizo perder el control y, finalmente, la versión más extendida fue que el calor y el esfuerzo para responder al ritmo de Vicente Trueba fueron la causa de su desfallecimiento. Le llevaron a Selaya con urgencia, pero todo fue inútil. Los médicos diagnosticaron que murió por “congestión cerebral” a las ocho de la tarde, arropado por la compañía de sus padres.

Vicente Trueba no supo de la caída de su perseguidor hasta que entró en la meta, cuando se proclamó ganador de su primera carrera, una victoria que con la sombra de aquella desgracia, deslució el hecho de que el de Sierrapando había derrotado a todos los corredores profesionales, cuando él aún no lo era.

El dinero del campeón para el sepelio

Aquel domingo, festividad de San Roque, el puerto de la Braguía fue testigo de la trágica carga de dualidad que conserva la existencia, porque la victoria de Trueba supuso el nacimiento de una brillante trayectoria deportiva que se encendió sobre la seca madera del infortunio. Al llegar a la meta de Santander, en la Alameda de Oviedo, el sonido de la gloria envolvió al ganador, mientras que el canto fúnebre de un responso lo hacía en torno a la figura de Sierra en el cementerio de Selaya. En las memorias de Vicente Trueba que me ha hecho llegar mi amigo Armando González, el propio corredor nos confiesa el noble detalle de que con parte del dinero de aquella su primera victoria, ayudaría a sufragar los gastos del entierro de su rival.

Dicen que comenzamos a morir en el mismo momento en que nacemos y que la vida, como un testigo en una carrera de relevos, es la prenda que los que terminan el trayecto entregan a quienes lo inician. José Sierra y Vicente Trueba se intercambiaron su esfuerzo y su espíritu deportivo para seguir construyendo el sueño conjunto de la inmortalidad, recorriendo distancias, cuesta arriba y cuesta abajo, hacia la meta de la esperanza, pasando por la Braguía.

sábado, 9 de septiembre de 2017

La pierna heroica de un ciclista

El pelotón ciclista de las páginas de ‘Arriva Italia’ me ha atropellado. Aún estoy ensimismado con las historias de Fausto Coppi, Gino Bartali o Fiorenzo Magni, todo por culpa de Marcos Pereda y ese libro de deportistas martirizados por tantos kilómetros y kilómetros de carreteras. Pero en esas rutas de una nueva nación ansiosa de gloria y soñadora de ciclismo, hay un corredor que por anacrónico y mutilado no aparece en el libro. Se trata de Enrico Toti, un romano que se convertiría en héroe sin metáforas y que bien podría haber inspirado la frase de Erasmo de Rotterdam: “La locura es el origen de las hazañas de todos los héroes”.

La amputación

Enrico Toti nació en Roma en 1882. Su humilde familia estaba vinculada al trabajo ferroviario y el joven Enrico, después de embarcar en varios buques de la armada italiana, se enrolaría como fogonero de los ferrocarriles estatales. Dotado de excelentes cualidades físicas, en ese tiempo se aficionaría al ciclismo, e incluso en 1903 ganaría alguna prueba. Pero su carrera deportiva y personal sufrió la desgracia que condicionaría su vida. El 27 de marzo de 1908, en la estación de Colleferro, se vio atrapado en el acoplamiento de dos locomotoras que estaba revisando y las ruedas dentadas aplastaron su pierna izquierda que sería amputada a la altura de la cadera. Tenía entonces 25 años.

Pero Enrico Toti supo superar con fuerza e imaginación su discapacidad. Además de dedicarse a diseñar pequeños inventos, su espíritu deportivo le empujaría a participar en pruebas de natación cruzando el Tíber. También lo haría en algunas pruebas ciclistas, aunque éstas tenían más propósito de exhibición que competitivo. El interés de ver en acción la soltura de un ciclista con una sola pierna le animaría en 1911 a realizar la gran aventura de recorrer Europa en bicicleta desde Roma, pasando por Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Dinamarca, Suecia, Noruega (donde llegó al círculo polar ártico), Rusia, Polonia, Austria y nuevamente su querida Italia. Tras un mes de descanso, embarcaría luego hacia Alejandría para recorrer con su bici Egipto, Nubia, Sudán… hasta que las autoridades británicas le obligaron a parar su viaje enviándole a El Cairo, desde donde regresaría a Roma.


Patriota y fanático

Patriota hasta el fanatismo, y con un gran odio hacia los austriacos de los Habsburgo, con los que Italia mantenía constantes disputas de límites fronterizos, al estallar la Gran Guerra, Enrico Toti se entusiasmó con el deseo de participar activamente en el conflicto. Por eso se desplazó con su bicicleta al frente, en la zona alpina, intentando entrar en combate. Pero es rechazado una y otra vez. La insistencia de Toti es tan grande que incluso molesta a los soldados, ya que pone en evidencia la escasa motivación bélica que tiene la mayoría, así que le increpan, le insultan y le apedrean. Pero Toti no se rendirá. Es un experto en sortear adversidades y como si fuera un polizón, se cuela en las trincheras de la primera línea de fuego hasta que le descubren y le obligan a regresar a Roma.

Escribe cartas a las autoridades rogando que le dejen incorporarse al frente, porque se siente “ferviente ciudadano italiano hasta la última gota de mi sangre”, y finalmente consigue alistarse como voluntario en el Regimiento de Bersaglieri, la sección de soldados ciclistas del ejército italiano. El 6 de agosto de 1916, cuando los bersaglieri intentan tomar una cota cerca de Montefalcone, al norte de Trieste, llegará el gran triunfo de Enrico Toti. Fue el primero en lanzarse hacia las trincheras enemigas con su bicicleta impulsada por una sola pierna. Una ráfaga de ametralladora le dejaría moribundo en el suelo. Antes de morir aún tuvo fuerzas para arrojar su muleta al enemigo, besar la pluma de su casco de bersaglieri y pronunciar su famosa frase: “Nun moro io”.

Símbolo nacional

Y efectivamente, Enrico Toti no murió. Su gesto heroico se convirtió en todo un símbolo nacional. Es cierto, como señala Marcos Pereda, que fue figura fundamental del imaginario fascista que iba a nacer tras el final de la Gran Guerra, pero también inspiraría a los poetas del futurismo y al espíritu invencible que nunca se rinde. Su memoria sigue viva por toda Italia, alimentada por los monumentos levantados en su honor. También las calles, centros educativos y deportivos, e incluso submarinos de la armada de su país llevan el nombre de este romano deportista que se convirtió en héroe sin metáforas y que bien podría haber inspirado la frase de Erasmo de Rotterdam: “La locura es el origen de las hazañas de todos los héroes”.

miércoles, 12 de julio de 2017

Carmen Trueba, el pedalear que ensombreció a la hombría

Los corredores ya se han dispersado en ese goteo de sufrimiento que es subir en bicicleta un exigente puerto de montaña. Y no es una ascensión cualquiera. El grupo, un modesto equipo de aficionados, se prepara para las próximas competiciones, y nada mejor para probar las fuerzas que afrontar el reto de la ascensión del puerto de El Escudo.

Por Entrambasmestas, cuando se abandona la compañía del río Pas, la carretera, con tramos de tierra y piedras sueltas, comienza a elevarse con una sucesión de rampas aliviadas por breves descensos. Pero al llegar a Los Pandos, el dolor comienza a impedir el bello contemplar del paisaje con las cabañas pasiegas y se hace insoportable después de pasar por el puente del río Selviejo. La respiración se acelera mientras la cadencia del pedaleo se hace más pesada y pausada. Hay que continuar levantándose del sillín para responder a esos porcentajes con cotas entre el 15 y el 20 por ciento. El ciclista más rezagado, el que más sufre la tortura de la lucha contra la gravedad, ha podido observar durante las cerradas curvas que otro grupo se está acercando. Enseguida los reconoce. Son los hermanos Trueba. Cree distinguir a Fermín, a Manuel, a Victorino… No puede identificar al resto. Quizás también esté la gran figura, Vicente, ‘La pulga’, el famoso héroe del Tour y con él una extraña estampa que incluso parece una mujer… parece… ¡No puede ser! ¡Es una mujer!

Una mujer subiendo El Escudo

En tiempos en los que no existían pruebas ciclistas femeninas en España, la única mujer capaz de subir El Escudo sólo podía ser una Trueba, porque Carmen y Avelina fueron tan aficionadas al ciclismo como el resto de sus hermanos, a los que solían acompañar pedaleando. Además, Carmen Trueba Pérez (Torrelavega, 1910-2016) gozaba de una merecida fama de escaladora y no era la primera vez que ascendía El Escudo. Aunque no podía competir, estaba implicada en las pruebas como ‘aguadora’, colocándose en lugares estratégicos para atender al avituallamiento de sus hermanos, y nunca renunciaba a acompañarles en bicicleta durante los duros entrenamientos a los que se sometían.

No sabemos si Carmen había oído hablar de Alfonsina Strada, la única mujer que en 1924, con 33 años, llegó a competir en un Giro de Italia y también única que ha corrido una Gran Vuelta. En aquella hazaña, siempre se mantuvo en la cola del pelotón, soportando las burlas del resto de los ciclistas, además de las caídas, tempestad de granizo, lluvias, vientos, pinchazos y roturas de manillar que sufrió en algunas etapas. Se hizo tan popular, que la dejaron continuar a pesar de que entró fuera de control en la séptima etapa, y aunque su nombre se retiró por esa causa en las clasificaciones oficiales, aguantó en la bicicleta durante todo el recorrido.

El ejemplo de sus hermanos

Pero en realidad, Carmen Trueba no tenía necesidad de conocer la historia de la heroína italiana. Tenía el ejemplo de sus hermanos, en especial el de Vicente, que en el Tour de 1933 dejaría fuera de control prácticamente a todo el pelotón, circunstancia que obligó al organizador de la prueba a cambiar las normas, impidiendo de esta manera el legítimo triunfo del cántabro en la gran prueba francesa. Así que Carmen, amparada por esos genes invencibles, se dispuso a superar al rezagado. En su excelente libro sobre Vicente Trueba, ‘biciografía de un ciclista legendario’, Ángel Neila reseña esta anécdota de la hermana de Vicente Trueba subiendo El Escudo añadiendo que el “hombre joven, atónito ante lo que veía, le dijo que aflojara el ritmo porque se sentía avergonzado de verse superado por una mujer”.

No sabemos si aquel joven, que más que nunca goteaba de sufrimiento, había oído hablar de Alfonsina Strada y de las burlas que tuvo que soportar en aquel Giro de 1924. Pero en realidad no importaba. Porque a quien no olvidaría nunca fue a Carmen Trueba, a quien intentó seguir la rueda durante unos instantes, hasta que ella miró hacia atrás, le dedicó una sonrisa y acelerando le dejó con su soledad de hombre “avergonzado de verse superado por una mujer” y masticando una gran lección de humildad y de reconocimiento al mérito sin distinción de sexos, mientras Carmen Trueba Pérez ensombrecía la hombría del corredor y conquistaba la cima.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

El primer cántabro en el Tour de Francia

Cipriano Elis
Hay caminos que se descubren y caminos que se abren. Caminos fáciles y cómodos que no llegan demasiado lejos y caminos de espinas que se conquistan para llegar a metas impensables. Nadie sabe más de caminos tortuosos que los corredores ciclistas. Para ellos no existen los bellos paisajes, sólo etapas de sufrimiento que se repiten día a día.

El ciclismo cántabro en el Tour de Francia conserva dos nombres propios que se pronuncian con respeto y admiración. Los dos abrieron caminos que plantearon nuevos retos deportivos a sus sucesores. El primero es Vicente Trueba, la famosa ‘Pulga de Torrelavega’ que en 1933 se convirtió en el primer Rey de la Montaña de la gran carrera internacional. El segundo es el santanderino de Peñacastillo, José Pérez Francés, el único que ha logrado subir al pódium final en París, obteniendo la tercera plaza en 1963, detrás del ganador, Jacques Anquetil, y de Federico Martín Bahamontes. Pero también hay un tercer nombre, tan desconocido como cualquiera de los que puede señalarse al azar en el listín de teléfonos, y que gracias a mi amigo Ángel Neila, ya sé que es tan importante como Trueba o Pérez Francés. Se llamaba Cipriano Elis de la Hoz (Muriedas 1907-1984) y fue el primer corredor nacido en Cantabria que participó en el Tour.

Hijo de emigrantes

Sus padres, Mariano Elis Andrés y Rafaela de la Hoz Díaz, naturales de Dueñas (Palencia), habían emigrado a la localidad francesa de Carcassonne, en el Languedoc, y vinieron a trabajar en la construcción del ferrocarril del Cantábrico a Muriedas, donde nació Cipriano, el último de sus quince hijos. Su familia regresaría a Francia cuando él tenía tres años, y en 1925 participó en sus primeras carreras como aficionado. Fue en 1928 cuando participó en el Tour de Francia. Lo hizo dos años antes que los hermanos José y Vicente Trueba, aunque siempre habrá que tener en cuenta al leonés afincado en Torrelavega, Victorino Otero, que ya había participado en el Tour de 1923 y 1924.

La participación de Elis no sería tan brillante como la de Trueba o Pérez Francés. De los 162 ciclistas que tomaron la salida en aquella edición de 1928, fueron 121 los que no pudieron llegar al final, entre ellos Cipriano. El Tour era mucho más duro que ahora. El recorrido final era de 5.375 kilómetros, muchos de los cuales, precisamente los más difíciles que accedían a los puertos de montaña, eran de tierra polvorienta. Hay que tener en cuenta que en las ediciones de hoy en día, además del buen estado de las carreteras y de las modernas y ligeras bicicletas, el recorrido no llega a los 4.000 kilómetros. Elis abandonó en la quinta etapa, entre Brest y Vannes. Pero no fue un fracaso, sólo estaba abriendo camino.

Embestido por un vehículo

Tras la experiencia del Tour continuó madurando y compitiendo, sobre todo en Cataluña y Levante. Y en 1935 lo intentaría otra vez. La U.V.E. (Unión Velocipédica Española) lo incluyó en la selección española que disputaría el Tour de Francia, junto con Vicente Trueba, Salvador Cardona, Federico Ezquerra, Mariano Cañardo, Emiliano Álvarez, Antonio Prior e Isidro Figueras, que a última hora ocupó la plaza de Fermín Trueba por encontrarse enfermo. Aquel Tour de 1935 fue un auténtico desastre y varios corredores tuvieron que abandonar por culpa de la mala organización. Uno de ellos fue Elis, que quedó eliminado en la primera etapa debido a una caída al ser embestido por un vehículo seguidor de la prueba. Cipriano quedó tirado y sin sentido en la cuneta durante media hora, con un aparatoso desgarro en un codo. Aun así, se subió de nuevo a la bicicleta y recorrió los casi 200 kilómetros que separaban Pontoise (donde se produjo el accidente) de Lille. Aquella etapa fue una de los más admirables gestos de superación que puede realizar un deportista. Herido, ensangrentado, conmocionado y exhausto, logró llegar a la meta, aunque entraría fuera de control.

Tras la guerra del 36, ya residente en Chera (Valencia), volvió a competir con regularidad, consiguiendo un meritorio quinto puesto en la Vuelta a España de 1942. Al año siguiente, sufrió un grave accidente en la Vuelta Ciclista a Cataluña, cuando iba segundo en la clasificación general, al chocar contra un vehículo que venía en sentido contrario. Pero aunque se pensaba que ya no volvería a subirse a una bicicleta, Cipriano Elis fue uno de los ciclistas españoles que más pruebas disputó en 1944 y 1945, especialmente en pista, proclamándose subcampeón de España en ruta por regiones. En 1946, con 39 años, dejaría de correr, aunque no se desvinculó del mundillo ciclista, pues fue mentor, entre otros, de Bernardo Ruiz, vencedor de la Vuelta a España de 1948 y primer español que hizo podio en el Tour de 1952.

Hay caminos que se descubren y caminos que se abren. Caminos fáciles y cómodos que no llegan demasiado lejos y caminos de abandonos, de caídas y de desesperanzas, que se conquistan para llegar a metas impensables. Y herido, ensangrentado, conmocionado y exhausto, Cipriano Elis nos mostró que el esfuerzo es el único camino que siempre constituye un éxito en sí mismo. Fue el ejemplo que nos proporcionó el primer corredor cántabro que participó en el Tour de Francia.

sábado, 20 de agosto de 2016

Clemente López Dóriga, la luz de la Vuelta Ciclista a España

Clemente López Dóriga (izquierda) y el ciclista Fermín Trueba
El pelotón es casi ciego. Sobre una ruta ya encauzada, marcha acurrucado para evitar el viento en el avance y sólo tiene ojos en la vanguardia cambiante de su cabeza, preocupado de los rebeldes que se escapan. A veces se estira, a veces se parte en grupos, pero su vocación es mantenerse unido, como bandada de pájaros que emigra de etapa a etapa en un vuelo compacto y eficiente, donde todos se dejan llevar. Por eso el pelotón sigue siendo casi ciego, con una enorme miopía que no le deja ver más allá de los primeros metros.

El pelotón de la Vuelta Ciclista a España sigue pedaleando año tras año con una de las cegueras más oscuras del ciclismo mundial. La luz de sus orígenes se ha apagado sin que nadie se preocupe de encender el mérito de su creador. En sus respectivos países, se ha reconocido la labor de Eugenio Camillo Costamagna, principal impulsor del Giro de Italia, así como la de Henri Desgrange, organizador del Tour de Francia, que incluso tiene un monumento en la cima del Galibier. Pero en España, el santanderino Clemente López Dóriga (1895-1957), el creador de la Vuelta, sigue siendo un desconocido, incluso en su propia tierra.

Entre los inscritos de una nueva edición del Circuito de El Sardinero, que se disputaría el 23 de septiembre de 1913, se encontraba un seudónimo que contrastaba con los nombres y apellidos del resto de los participantes. Se trataba de ‘Lapize’, un escondrijo de un chaval de 18 años que quería ocultarse ante la prohibición de su familia de participar en las carreras ciclistas. Aún estaba reciente el dolor por la pérdida de uno de sus cinco hermanos, Alfredo, en una trágica muerte descendiendo en bicicleta la cuesta de La Pajosa. De ahí el reparo familiar. Pero Clemente López Dóriga, es decir, ‘Lapize’, debutó aquel día entre los más reputados ciclistas cántabros de la época, de categoría amateur y profesional, quedando en un excelente tercer puesto, después de los corredores castreños, ya consagrados, Santiago Chávarri y Eulogio Bilbao.

A partir de entonces, el ciclismo viviría emocionantes momentos con la luz de Clemente. Fue campeón de velocidad de Santander en 1915, 1916 y 1918, consiguiendo ser campeón de Castilla la Vieja en 1918 y 1919. Se retiró del ciclismo activo en 1921, y a partir de entonces se dedicaría al mecenazgo y al apoyo de los ciclistas. Entre ellos destacó Victorino Otero. Con la ayuda de Clemente, Otero se convertiría en uno de los primeros españoles que pudo finalizar el Tour de Francia, todo un éxito deportivo de entonces. Poco después, descubrió el tesoro de los hermanos Trueba (José, Vicente y Fermín). Fue padrino y mentor de los tres, en especial de Vicente, la famosa ‘Pulga de Torrelavega’, en sus participaciones en el Tour de 1932, 1933 y 1934.

Excelente organizador

Clemente era un hombre muy bien relacionado y con excelentes contactos que sabía utilizar para defender a los suyos. Además, tenía un gran prestigio como informador, de tal manera que desde el periódico ‘Informaciones’ de Madrid se encargaba de hacer las crónicas de las importantes competiciones a las que asistía. Otra de las facetas en las que siempre destacaría fue la de organizador. Siendo aún un chaval, puso en marcha la Vuelta a Santander (1914), y años más tarde, la carrera internacional Madrid-Santander (1923) que le proporcionó un enorme prestigio. Luego sería artífice principal de la Subida al Escudo (1931), de la Subida al Alisas (1934), de los campeonatos escolares organizados por ‘El Diario Montañés’… y en 1935, de su gran creación, la Vuelta Ciclista a España.

Desde el año anterior, había establecido su domicilio en Madrid, así que eso facilitaría las cosas. Así que logró convencer al director de ‘Informaciones’, Juan Pujol, para que el periódico se embarcara en la aventura de poner en marcha una gran carrera de etapas como ya se contaba en Francia e Italia. Y el 29 de abril de 1935, desde la Ronda de Atocha de Madrid, medio centenar de corredores iniciaría su marcha de 3.425 kilómetros, divididos en 14 etapas, para abrir uno de los acontecimientos más importantes del ciclismo en España.

Clemente López Dóriga continuaría su labor organizativa en la Vuelta durante los años cuarenta, con la colaboración del diario ‘Ya’, y alentando otras competiciones, como la prueba Madrid-Lisboa, Madrid-Salamanca-Madrid, Madrid-Oporto o el Campeonato de España por Regiones. Recibió la Medalla de Oro al Mérito Ciclista, pero su luz y visibilidad se irían debilitando con los años. Aquejado de una parálisis en sus piernas, aún pudo colaborar en la organización de pruebas de su Cantabria, como el Gran Premio San Migueluco, el Circuito de Torrelavega, el Gran Premio Sniace o el Campeonato de España de Montaña de 1952, con final en El Malecón.

El pelotón de la Vuelta Ciclista a España sigue pedaleando año tras año con una de las cegueras más oscuras del ciclismo mundial. Que la luz de sus orígenes pueda alumbrar el mérito de su creador, porque pocos dieron tanto cobijo a ciclistas y pruebas deportivas como Clemente López Dóriga, la luz de la Vuelta Ciclista a España.

sábado, 30 de julio de 2016

Los diez minutos de hazaña de González Linares

González Linares durante su brillante
contrarreloj de Forest
¿Cuál fue su secreto? ¿Qué pensamiento puede sugerir la sensación de huir de lo que va detrás y perseguir lo que va delante? ¿Cómo se puede ser presa y depredador al mismo tiempo? ¿Es acaso la huida mayor estímulo que la persecución?, o por el contrario, ¿es la ambición más poderosa que el temor?

El mejor ciclista de todos los tiempos recorrió los últimos metros de la carrera envuelto en los clamores de admiración de sus más entusiastas compatriotas. Toda Bélgica estaba pendiente de aquella séptima etapa del Tour de Francia de 1970 que terminaba en el barrio de Forest (Bruselas), compuesta por dos sectores. En el primero, con un recorrido de 119 kilómetros desde Valenciennes, Eddy Merckx fue impecable. Había dicho a los periodistas que “no sólo quiero llegar a mi pueblo de amarillo, sino ganar la etapa”. Y sus palabras eran más que sonidos cuando las pronunciaba un deportista de su naturaleza que ya había obtenido los dulces sabores del triunfo en el Campeonato Mundial de Ruta (1967), en el Giro de Italia (1968 y 1970) y en el Tour de Francia (1969), además de decenas y decenas de victorias que le estaban proporcionando una merecida fama de avaricioso conquistador. Y su codicia parecía no tener límites. No sólo quiso llegar el primero. Cuando se alcanzó la línea fronteriza entre Francia y Bélgica, Merckx no permitió que ningún otro corredor se pusiera por delante. Se había marcado metas simbólicas y no estaba dispuesto a ceder a nadie el honor de entrar en su país por la puerta grande y como el más conocido y admirado ciudadano de Bélgica, incluso por delante de Tintín o del propio rey Balduino.

Por eso dominó toda la carrera liderando el pelotón, mostrándose complacido espectador ante las fracasadas escapadas de los primeros kilómetros y, avanzada la ruta, imprimiendo un fuerte tren para descomponer al grupo que no pudo aguantar su endiablado ritmo. Luego, a unos 15 kilómetros del final, se escapó con Van Impe, al que dejó tirado en el último kilómetro, para entrar como destacado vencedor. Todos eran un juguete de su pedaleo.

La frustración

Horas después, en el segundo sector, en la carrera contrarreloj de Forest, Eddy Merckx, el mejor ciclista de todos los tiempos, se preparaba a culminar el triunfo. Había realizado el mejor tiempo parcial en la mitad de los 7,2 kilómetros del circuito, y todo hacía suponer que, con su habitual facilidad, reduciría los diez minutos y un segundo que había marcado un desconocido corredor español destinado a ser el segundo clasificado. Por eso el griterío era ensordecedor mientras completaba los últimos metros de la carrera, envuelto en los clamores de admiración de sus más entusiastas compatriotas.

Pero cuando se anunció el tiempo de Eddy Merckx, la muchedumbre enmudeció. Los altavoces no se habían equivocado. Merckx había marcado en el cronómetro diez minutos y cuatro segundos. Tras aquellos silenciosos instantes de incredulidad, se escucharon tímidos aplausos para el ciclista español y luego las exclamaciones de los miembros del equipo Kas, dirigido por Dalmacio Langarica, que se ahogaron en abrazos al ganador, un corredor de 24 años, procedente de un pequeño pueblo del valle montañés de Buelna, de 79 kilos de peso y 1,84 metros de altura que había sido campeón de España de fondo en carretera: José Antonio González Linares.

Y se puso a volar

La contrarreloj había sido corta, pero durísima. Los poco más de siete kilómetros tenían tres subidas, la primera de ellas situada a cuatro kilómetros de la salida, después de un largo descenso. González Linares se encontraba fuerte. Días antes, en la primera etapa, en la contrarreloj de 7,4 kilómetros del circuito de Limoges, el cántabro salió como una bala y luego se derrumbó, así que en esta ocasión se concentró para dosificar sus fuerzas. Salió a buen ritmo, pero sin marchar a tope. Pero poco antes de llegar a la mitad de recorrido, se puso a volar. Encorvado sobre la bicicleta, en esa posición fetal y aerodinámica tan característica, tensionando los músculos de unas piernas a punto de estallar, respirando el aire a bocanadas como si quisiera absorber cada metro de la carretera, cruzó la línea de meta aferrándose a la inercia de su bicicleta, roto por el esfuerzo y entre una indiferencia que alguien interrumpió advirtiendo que por el momento había hecho el mejor tiempo de la carrera. Minutos después, cuando se anunció el tiempo de Merckx y supo que se había convertido en un novato que acababa de indigestar el canibalismo del monstruo más feroz del ciclismo internacional, comprendió que aquellos diez minutos cambiarían su vida.

Eddy Merckx ganó aquel Tour. También obtuvo el triunfo en las ediciones de 1971, 1972 y 1974. Volvió a ganar el Mundial de ruta en 1971 y 1974, el Giro en 1972, 1973 y 1974 y la Vuelta en 1973. Aún dicen que sigue siendo el mejor ciclista de todos los tiempos, aunque cuando piensa en aquella contrarreloj de Forest, sigue preguntándose ¿cuál fue su secreto? ¿Qué pensamiento pudo sugerir la sensación de huir de lo que va detrás y perseguir lo que va delante? ¿Cómo se puede ser presa y depredador al mismo tiempo? ¿Es acaso la huida mayor estímulo que la persecución?, o por el contrario, ¿es la ambición más poderosa que el temor? No sabe que todas las preguntas se contestaron aquel día durante los diez minutos de hazaña de José Antonio González Linares.

viernes, 22 de julio de 2016

Victorino Otero y el maldito caballo

Quien sabe de dolor, todo lo sabe. Quien sabe de sufrir, todo lo soporta. Así, sobre esas máquinas de sofisticadas torturas deportivas que a veces parecen las bicicletas, se educan los hombres más generosos con el esfuerzo. Pero tan sabio y tan estoico, aquel gran ciclista no pudo contenerse ante la tragedia de la injusticia. Y todo por un caballo desbocado de un guardia civil que le privó de la victoria final.

Victorino Otero Alonso nació en 1896 en la localidad leonesa de San Andrés de los Puentes y desde los nueve años vivió en Marsella, donde empezó a pedalear y ganar sus primeras carreras. Llegó a Santander en 1918 para cumplir el servicio militar en el Regimiento Valencia, y en Cantabria se disfrutó de su esplendor. Las autoridades militares le facilitaron el entrenamiento y él respondió con triunfos y más triunfos conquistando a la afición montañesa que le adoptó para honrarlo como ejemplo deportivo con el sobrenombre de ‘El Soldado’.

Los primeros españoles en acabar el Tour

En 1924, tras quince días de una dureza extrema y 5.425 kilómetros de recorrido, logró terminar el Tour de Francia en compañía del catalán Jaume Janet. Quedó en el cuadragésimo segundo lugar, pero ambos se convirtieron en los primeros españoles en terminar aquel tormento deportivo de barro, polvo, diarreas y supremo esfuerzo que parecía destinado a hombres de otra estirpe. Y así, de otra estirpe, sabio y experimentado de dolor y sufrimiento, participó el año siguiente en la Vuelta a Andalucía, dispuesto a enfrentarse en cinco etapas a 735 kilómetros compitiendo con los grandes del ciclismo español de la época, como los vizcaínos Segundo Barruetabeña y Domingo Gutiérrez, el madrileño Telmo García y el abulense, Ricardo Montero.

En la primera etapa, entre Sevilla y Córdoba, Montero aprovechó sus dotes de escalador y llegó a la meta con 11 segundos de ventaja sobre su máximo rival, Victorino Otero. En la segunda, el leonés afincado en Cantabria impuso un ritmo frenético, se escapó en solitario y consiguió ser el líder con 30 segundos de ventaja sobre Montero. La tercera etapa, entre Málaga y Algeciras, se decidió al sprint a favor del madrileño Telmo García, sin que variara la clasificación general, igual que en la cuarta, entre Algeciras y Cádiz, que de nuevo ganó al sprint, Telmo García. A falta de la última jornada entre Cádiz y Sevilla, Otero mandaba en la general con una ventaja de 27 segundos sobre Montero.

El desastre de la última etapa

En la última etapa llegaría el desastre. El pelotón se mantuvo compacto hasta el tramo final. Hubo algún intento de escapada, pero Otero respondió al ataque controlando a su inmediato seguidor en la general, a Montero, hasta que se llegó al sprint final y un caballo de un guardia civil que procuraba el orden entre la multitud, se desbocó entrando en la carretera sin que Victorino Otero pudiera evitarlo, atropellándolo y cayendo al suelo. Tras el impacto, magullado y enojado, se levantó enseguida para entrar en la meta. Pero cuando comprobó que los jueces le habían cronometrado 32 segundos con respecto a la entrada de Montero, a pesar de la escasa distancia entre el lugar de la caída y la línea de meta, Victoriano no pudo contenerse ante la tragedia de la injusticia. Se quejó airadamente a los jueces, pero su reclamación no prosperó. La Unión Velocipédica Española (UVE), antecedente de la Federación Española, declaró ganador a Montero y sancionó con seis meses de suspensión a Otero por “el acto antideportivo” ocurrido el día de reparto de premios “al insolentarse con los jurados de la carrera, profiriendo frases incorrectas dirigidas a las autoridades que formaban parte de la mesa”.

Quien sabe de dolor, todo lo sabe. Quien sabe de sufrir, todo lo soporta. Pero ningún ciclista fue capaz de esquivar en pleno sprint la invasión de un caballo desbocado de un guardia civil, ni la ceguera de unos jueces insolentes con la realidad.

lunes, 11 de julio de 2016

Pérez Francés, el coraje del Tour

Es el sueño inconfesable de un ciclista. Escaparse desde el principio, retar a la voracidad colectiva del pelotón y, tras recorrer en solitario toda la etapa, llegar destacado a la meta entre el clamor del público. El 2 de julio de 1965, un santanderino de Peñacastillo reivindicó su nombre para incluirse entre esos privilegiados deportistas que sorprenden al mundo, despiertan admiración, y dejan rastros de sueños que alimentan las fantasías. Pero que nadie se engañe. Sólo los que no se esfuerzan y sufren están exentos del fracaso. 

Nacer en pleno bombardeo imprime carácter. El 27 de diciembre de 1936, con los aviones de la Legión Cóndor sobrevolando Santander, nació en un improvisado refugio antiaéreo, uno de los mejores ciclistas cántabros de todos los tiempos. Así, en plena guerra, comenzaría a forjarse en José Pérez Francés esa virtud que no escapa nunca a la hipocresía, y que algunos llaman coraje. Un coraje que continuaría creciendo en el garaje de bicicletas de su padre, remolcando a pedales los cuadros que se preparaban en el taller, y que fueron alimentando unas piernas y un corazón en los incontables recorridos entre Santander y Torrelavega.

Un coraje que con quince años eligió romper con su progenitor, vivir con su madre y su hermana y hacerse ciclista. Fue una bendición que aquel coraje cayera en las manos de Antonio San Miguel, el primer ganador de la Escalada a la Cuesta de La Atalaya, allá por 1938, y mentor perfecto para aquel diamante en bruto que ganaba todas las carreras. San Miguel tuvo que abrir caminos para que aquel chaval pudiera progresar. Gracias a su amistad con Guillermo Timoner, introdujo a su pupilo en Mallorca, y de allí se desplazó a Barcelona, en donde se abriría paso en el panorama nacional e internacional, siempre a base de coraje y carácter. Quizás demasiado coraje y demasiado carácter.

Arisco y poco sociable

Arisco, poco sociable y sin pelos en la lengua, su mayor éxito estuvo ensombrecido por la falta de entendimiento con Federico Martín Bahamontes en el Tour de 1963. En la décima etapa entre Pau y Bagnères de Bigorre, bajando el puerto de Aubisque, Bahamontes se negó a dar relevos a Pérez Francés y los dos españoles fueron cazados por Poulidor y Anquetil. El santanderino no le perdonaría nunca y juró venganza. Días después, cuando Bahamontes iba fugado camino de Chamonix para conquistar el Tour, Pérez Francés se puso al servicio de Jacques Anquetil y llevó en volandas al francés para el triunfo final. Ni para ti, ni para mí.

Pero quedar tercero en el Tour no le dio tantas satisfacciones como ganar aquel 2 de julio de 1965 en el Circuito de Montjuich. El día anterior, entre Bagnères de Bigorre y Ax Les Thermes, se agarró un cabreo monumental. Durante la carrera comenzó a flaquear y pidió ayuda a uno de sus compañeros de equipo. Éste se negó pensando que retrasaría su marcha, y acaso aquella negativa desató la furia de sus piernas que recobraron la energía. Y qué energía. Llegó en cuarta posición y si la carrera hubiera tenido 500 metros más, la hubiera ganado.

Pero cuando se apeó de la bicicleta su enojo no desapareció. Se encerró en la habitación del hotel, indignado por la falta de apoyo de su equipo, el Ferrys. Le dijo a su director que no tomaría la salida al día siguiente. Sólo había una voz que era capaz de convencer a Pepe de que continuara. Y esa voz estaba esperando al otro lado de la puerta. Su mentor, Antonio San Miguel, con su hijo Jesús Manuel, fueron los únicos a los que Pérez Francés dejó entrar en su habitación aquel día. Sus palabras convencieron el coraje de aquel talento de la bicicleta: “¿Quieres retirarte?, pues hazlo en Barcelona ganando la etapa”.

Al día siguiente, Pérez Francés fue uno de los corredores que emprendió el camino de la undécima etapa del Tour de Francia de 1965, entre Ax Les Thermes y Barcelona. Había por delante 243 kilómetros y un pensamiento que se agitaba en su cabeza: “¿Para qué necesito a un equipo?”. Se escapó en el kilómetro 17 y comenzó a sacar ventaja y ventaja sobre un pelotón que pensaba que aquello era una locura. Pero entre las locuras y las heroicidades, no hay tanta distancia.

Entró en primer lugar en el puerto de Puymorens, a un minuto y cuarenta y cinco segundos del pelotón, comandado por el líder, Felice Gimondi. Cuando pasó la frontera, estuvo arropado por el público español, entusiasmado al ver a uno de sus compatriotas en primera posición. En el alto de la collada de Tosses, Pérez Francés había obtenido una ventaja de ocho minutos y treinta segundos. “¿Para qué necesito un equipo?, seguía pensando el bravo corredor.

Su entrada en Barcelona

Su entrada en Barcelona fue apoteósica. La ciudad se paralizó. Ya estaba afincado en esa ciudad e incluso pasó por su barrio del Poble Sec, junto al bar de su hermana. Ni siquiera vio a su madre, ni a su esposa, ni a su pequeña hija, tan concentrado estaba para que los raíles del tranvía no le tiraran al suelo. Cuando se encontró con Antonio San Miguel y éste le dijo que ya podía retirarse, su respuesta fue un abrazo hacia un padre que acaso siempre echó de menos. Dicen que si el equipo KAS de Langarica no hubiera tirado aquel día del pelotón, Pérez Francés hubiera ganado aquel Tour. Ni para ti ni para mí.

Al menos fue un sueño de un ciclista hecho realidad. Retó a la voracidad colectiva del pelotón en solitario y convirtió su hazaña en una exaltación del coraje individual. Pero que nadie se engañe. Sólo los que no se esfuerzan y sufren están exentos del fracaso.

El ciclista que rompió el Tour de Francia

Javier García Sánchez, en esa hermosa novela donde el cántabro ‘Jabato’ se alza como el gran protagonista de ‘El Alpe d’Huez’, apunta que Henri Desgrange, el padre y organizador del Tour de Francia, llegó a afirmar que su sueño secreto era ver entrar a un único ciclista en París el último día de la carrera. Pocas personas saben que aquel sueño pudo haberse hecho realidad, y que fue el propio Desgrange quien lo evitaría.

El hombre que pudo personificar el sueño de Desgrange se llamaba Vicente Trueba, el primer deportista español de fama internacional, gracias precisamente a sus actuaciones en la gran vuelta francesa. El ciclista de Torrelavega deslumbró a los organizadores del Tour en 1932, e inspirados por sus espectaculares escaladas, éstos decidieron establecer al año siguiente el Gran Premio de la Montaña. Y Vicente Trueba no desaprovechó la ocasión de estrenarlo como ganador, y de qué manera. Cuando todos luchaban con aquellas largas pendientes de los Alpes o los Pirineos clavados en sus bicicletas, de repente, surgía aquel hombrecillo con su maillot verde y amarillo, con un rictus en la boca, los codos separados y las manos en lo alto del guía, para distanciar la ventaja, quebrar el ritmo y arruinar la moral de sus contrarios.

‘Jabato’, el personaje de la novela de García Sánchez, reconocía que “la Croix de Fer te destroza los pulmones, el Galibier te come la moral y el Alpe d’Huez te rompe en pedazos”. Pero ningún puerto de montaña fue capaz de destrozar los pulmones, comer la moral y romper el pedaleo de Vicente Trueba. Lástima de las bajadas, donde perdía parte de sus rentas, ya que el punto débil de este gran corredor fue su poco peso, y acaso la falta de pericia en los descensos a tumba abierta.

'La pulga'


‘La pulga’, que así le pusieron los franceses por su tamaño, pero también por la desesperante facilidad con la que saltaba del pelotón en las duras subidas, era un ciclista rompedor. Y no sólo rompía las piernas de sus rivales durante los ascensos. Llegó a romper hasta el mismo Tour. Me voy a las páginas del libro de Ángel Neila sobre la biografía de este gran ciclista, para contar lo que sucedió en la décima etapa de la edición de 1933, con un recorrido de 156 kilómetros, salpicado de puertos de montaña entre Digne y Niza. Casi en los comienzos, cinco corredores mal situados en la clasificación arrancaron en una escapada mientras el pelotón pedaleaba con cierta tranquilidad… hasta que, avanzada la etapa, la ventaja se hizo mayúscula y comenzó a amenazar a los ciclistas la sombra del cierre de control (el reglamento del Tour ese año aplicaba el 8 por ciento del tiempo del ganador para señalar el cierre). Trueba se dio cuenta de esta circunstancia y se separó del pelotón para reducir las diferencias, llegando a alcanzar a uno de los fugados y entrando finalmente en la quinta posición. Sólo siete corredores se libraron aquel día de la quema, porque el resto de los participantes, incluidos los primeros de la general, entraron desfallecidos y fuera de control. Vicente Trueba había conseguido el maillot amarillo con más de nueve minutos de ventaja sobre el segundo, Fayolle, el ganador de la etapa. Pero para evitar aquella criba, Desgrange solicitó a los comisarios de la carrera que aumentaran el porcentaje del cierre de control al 10 por ciento y así repescar a la mayor parte de los corredores descolgados. Y así se hizo. Al final del Tour, el corredor torrelaveguense quedó en el sexto lugar, lejos del primer puesto que le hubiera correspondido con el reglamento en la mano.


A pesar de aquella injusticia, ‘La pulga de Torrelavega’ continúa saltando entre el pelotón de los recuerdos más entrañables del Tour. Fue héroe, mártir, titán del esfuerzo, y también el gran sueño (o acaso pesadilla) de Henri Desgrange.
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